
El escritor, boca abajo haciendo yoga en su casa de Madrid en los años 50. // Foto: Biblioteca Virtual Cervantes.
Por Rubén Madrid
Bienvenidos a la función. Por favor, apaguen sus móviles. Silencio absoluto. Un carraspeo, un crujir apresurado del parqué de quien llega tarde…
Presentación: Una iluminación tenue del escenario oficia como apertura del telón. Los focos se dirigen hacia el centro, donde se halla uno de los directores de teatro más importantes del país, Miguel Narros, que se dirige al auditorio con voz firme y sin titubeos: «Don Antonio es uno de los dramaturgos más importantes de la historia de nuestro país, por el inmenso valor de su obra literaria y de su persona, por ser una figura que, por esos mismos valores, pertenece ya por derecho propio a la cultura universal». Hace mutis por el foro.
Varios personajes que escuchaban al fondo, entre tinieblas, dan ahora un paso al frente. Hablan uno tras otro, sin descanso pero sin atropellarse. Ramón de Garciasol, poeta y amigo: «Cuando Toni escribe, no sólo hace obra de arte, que logra de manera universal; al mismo tiempo, defiende al hombre, a la persona». Gregorio Salvador, amigo y académico: «Fue un hombre admirable, bondadoso y justo, comprensivo y cabal. He de proclamar que el hombre superaba incluso al escritor». Alfonso de Santos, autor de teatro: «A él lo defendía todo el mundo. Renovó nuestro teatro, ha sido el gran hombre de nuestro teatro y le tocó ser cabecera de generación». Olga, maestra de instituto: «Buero Vallejo es el escritor más importante de teatro de la posguerra». Se retiran al fondo del escenario.
Otra figura lee un discurso desde una tribuna: «Su obra es espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres e imagen de la verdad, una denuncia a veces necesariamente áspera que es, como la de Larra, la de Galdós o la de Unamuno, expresión de un patriotismo auténtico, de una desazón ante lo que, siendo nuestro, no alcanza a satisfacernos y sabemos perfectible». El rey entrega el Cervantes por vez primera a un escritor de teatro. El autor es esta vez protagonista en el escenario. Habla, pues: «Yo sólo querría pasar a la historia como una buena persona».
Acto primero. Este domingo se cumplirán 97 años del nacimiento en pleno centro de Guadalajara, justo encima de la emblemática pastelería Hernando, del que acaso sea el más universal paisano que hemos tenido en el último siglo, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo. Dicho de otro modo: estamos a tres años vista del centenario.
Es Antonio Buero Vallejo un nombre muy presente en nuestro callejero (se lo presta al teatro-auditorio y a un instituto, a una calle en el barrio de Escritores y hay un par de bustos colocados, en Las Cruces y en el propio teatro). Sin embargo, tengo la impresión de que aunque no hace tanto que nos dejó (lo hizo ya octogenario, en 2000), su figura se pierde en una ardiente oscuridad, parafraseando el título de la primera obra que escribiera.
Buero, tan dado a utilizar la ceguera como metáfora, se nos niega a la vista. No le vemos donde debiera estar: sobre el escenario. Y no me refiero a su facha de gentilhombre con el bigote bien recortado, pelo engominado y traje de raya bien planchada, que se da de tortas con su comunismo declarado, sino a las criaturas de su inmenso universo: su Esquilache, sus Alfredo y Mario de ‘El Tragaluz’; su Pedro y su Velázquez de ‘Las Meninas’; o la Carmina, los dos Fernandos, Urbano, Elvira y las tres generaciones de la historia de una escalera…

Retrato de Buero, a mediados de los noventa. // Foto: Biblioteca Virtual Cervantes.
Un centenario con todas las de la ley no se improvisa de un día para otro. Ya sabemos que en España la mirada sólo alcanza a proyectar de cuatro en cuatro años y que el tropiezo queda antes de la centuria del escritor, pero alguien debería ir dándole ya cuatro vueltas al asunto porque este 29 de septiembre de 2016 se nos presentará a la vuelta de la esquina y entonces, todo el mundo (porque Buero es nuestra mejor aproximación a eso que llamamos alcarreño universal), volverá su mirada sobre quien nadie discute que es la mayor figura de la dramaturgia española de la segunda mitad de siglo, síntesis a una misma altura de dos miradas tan potentes y contrapuestas como la del esperpento de Valle-Inclán y la tragedia lorquiana, dos referentes por quienes el alcarreño siempre mostró sincera devoción.
Está muy bien que Guadalajara, como Alcorcón, cuelgue a Buero en el cartel de bienvenida a su teatro-auditorio, es lo mínimo exigible; y también que convoque cada año un premio de escritura teatral con su nombre, seguramente el mayor de los aciertos para dar continuidad al compromiso intelectual del autor de ‘La Fundación’. También resultó cariñoso e interesante el homenaje que en algunos libros se dedicó al escritor al poco de fallecer, más con el sano (pero incompleto) afán de amarrar sus recuerdos alcarreños que por profundizar en su talla intelectual.
Por eso no estaría de más que de una vez por todas también subamos al maestro al escenario. Hubo un tímido amago hace casi diez años, con unas jornadas en las que pudimos ver la representación de un monólogo inédito y el primer texto que publicó -que no el primero en representarse-, ‘En la ardiente oscuridad’. Pero poco más. En 2011 pasaron sin pena ni gloria los 25 años de la concesión del Premio Cervantes, cuando ningún otro escritor nacido en Guadalajara (y hay que subrayar ese enorme vacío que supone decir «ningún otro») ha recibido el más importante galardón literario de las letras hispanas. Y aquí también tienen algo que decir las compañías locales: ¿Por qué no representan a su paisano?
Acto segundo. Nadie sería tan osado de comparar a Buero, ni a nadie, con Cervantes; pero sirve de buena muestra que la vecina Alcalá celebra a bombo y platillo una mera carta bautismal y los primeros meses de vida del bebé que sólo mucho tiempo después haría méritos para obtener el honor de ser recordado como el príncipe de los ingenios.
En Guadalajara, nuestro siempre educado dramaturgo, que más tarde sería académico de la lengua durante treinta años, no sólo vivió aquí su infancia y su primera juventud: en las mismas calles que recorremos muchos cada día, Miguel Fluiters para arriba y para abajo, entre el Liceo Caracense y la pastelería Hernando a la que siempre volvía para comprar unos bizcochos borrachos, «los dulces más ricos del mundo», nació no sólo el hombre de tantos recuerdos de infancia rescatados, sino el genio de quien aquí esbozó sus primeros personajes en un teatrillo de juguete y luego se hizo hombre de letras (y de pincel, porque su pasión primera fue la pintura) en nuestras mismas calles. También aquí ganó su primer premio literario, por un relato de juventud.

Placa que recuerda el lugar donde nació Buero Vallejo, en Miguel Fluiters. // Foto: R.M.
Produce cierto placer sentirse habitante de la misma patria chica que un hombre que dedicó gran parte de sus esfuerzos (aunque él se consideraba algo vago) a poner en el espejo del escenario algunos de nuestros problemas existenciales. Buero no sólo fue un escritor inmenso, sino un humanista como una catedral, obsesionado con luchar de forma recta e íntegra por un mundo de justicia y libertad. Y desde luego que algunos tenemos ganas de presumir de ello cuando miramos de reojo cada día a la estatua recién restaurada del perverso e inmoral Conde de Romanones.
No es la primera vez que ahondo en el incomprensible fenómeno de que Guadalajara todavía no haya levantado una casa-museo de Buero Vallejo, cuyos fondos -al menos así lo asegura de palabra- está dispuesto a ceder su hijo Carlos, depositario de un enorme legado: cartas, manuscritos, carteles de estrenos teatrales, 200 cintas con entrevistas… Todas las grandes figuras de las letras de su tiempo (Cela en Iria Flavia, Delibes en Valladolid, Torrente Ballester en Santiago), y aún otras que no pueden compararse a él en categoría, gozan de un rincón así, exhibicionista si se quiere, fetichista más bien, símbolo de un necesario cariño de los vecinos a quien adosa un lugar de nacimiento a un ilustre nombre en todas enciclopedias.
Pero es que estos museos son también polos de atracción de un turismo cultural que no le sienta nada mal a Guadalajara, a la vez que foco de regeneración intelectual a partir de una firma concreta, como lugar de estudio de la obra del dramaturgo y, porqué no, del teatro contemporáneo. Pero aquí, qué ironías, no hay ni fundación ni triste sótano con tragaluz.
Acto tercero. Quedan tres años para el centenario y parecería un tiempo largo. Podemos esperar a que todo esto germine de aquí a entonces, pero jamás lo hará por generación espontánea. No dejemos la tarea para los arriacenses que sientan el compromiso moral de celebrar el bicentenario.
Lo diré también de otro modo: creo necesario hacer un llamamiento no ya a los políticos de hoy sino a las personas del teatro de siempre, a esas ‘Gentes de Guadalajara’, esos aficionados que llevan la ‘antorcha’ del maestro, esos nombres propios como Matienzo o Abigail y esos otros nombres tan comunes para todos nosotros como Fuegos Fatuos, Ultramarinos de Lucas, A Priori, Comando Teatral, Tres Tristes Tigres, Eyro (y me dejo muchos, sin duda)…; y por supuesto, esos caballeros andantes que cabalgan sobre las tablas defendiendo el pendón de ATA en una lucha incesante contra los molinos y que tal vez tengan todavía fuerzas para librar la penúltima batalla…
No dejemos pasar el tren del centenario. Es más, pongámonos a trabajar ya en el vagón de las calderas. La tragedia, aquí, nos exhorta lo contrario que en el libreto del maestro: «¡No bajes del tren!». Quienes conocen ‘El tragaluz’ saben a lo que me refiero.