
La tradición marca visitar el cementerio en Día de Todos los Santos. // Foto: El Día de Guadalajara/ Nacho Izquierdo
Por Marta Perruca
Recuerdo esas mañanas frías de mi infancia cuando, al llegar el 1 de noviembre, subíamos al cementerio, atendiendo a esa curiosidad infantil que en aquella temprana edad despertaba la muerte. Entonces la muerte era una realidad tan lejana que no nos pertenecía, como si estuviéramos predestinados a ese estado de inmadurez pueril eternamente.
En esos días, recorríamos todas las tumbas y panteones, desentrañando algunas de las historias que un día nos contaron o que quizá, simplemente, inventamos evocadas por una fotografía de lápida, una fecha o un epitafio. Historias de personas que un día palpitaron y que ya no estaban. Y es que los camposantos siempre me han producido esa sensación. Es la tristeza de cementerio, de melancolías que se instalan en el pecho y dificultan algo tan corriente como respirar.
Con la festividad de Todos los Santos las flores rebosan las aceras a las puertas las floristerías y los escaparates de las pastelerías lucen repletos de “huesos de santo” y buñuelos; la DGT alerta sobre el incremento en el número de desplazamientos –este año se calculan en torno a los 130.000 por las carreteras guadalajareñas-. Ya se sabe, que estos días son jornadas de desplazamientos cortos a los cementerios de los pueblos, pero también de aquellos que, aprovechando el puente, hacen unas maletas de escapada. Y eso, leía en Twitter, nos recuerda que Guadalajara sigue buscando su marca turística, que tiene cien mil encantos que todavía no han aprendido a venderse, pero ésta es harina de otro costal.
Ahora, en la capital, pero también cada vez más en los pueblos, aparecen bandadas de brujas, calabazas naranjas y personajes monstruosos de película de miedo. Los comercios y establecimientos hosteleros se disfrazan de Halloween, porque a las tradiciones propias se nos suman las ajenas en un momento en el que se desdibujan las fronteras, al menos culturales.
También son días de Juan Tenorio, que en la capital se vuelve mendocino por los parajes más representativos de la nobleza arriacense de otra época, que todavía se mantienen en pie.
Pero a mí estos días me dejan tristeza de cementerio, cuando el 1 de noviembre nos recuerda esa frase lapidaria: “Polvo somos y en polvo nos convertiremos” y recuerdo esa niñez, que parecía eterna y que cada vez se divisa más lejana, y me envuelve la melancolía de los que un día pasearon por las calles con su traje de carne y hueso pero, como todos haremos algún día, se marcharon.
Y es que, a menudo, con el frenesí de la vida cotidiana nos olvidamos de que estamos vivos, quizá porque nunca ha sido de otra manera. Y como decía José Luis Sampedro, la vida no es solo un derecho, sino una obligación. Tenemos la obligación de vivir y de hacerlo lo mejor posible. Esa es otra cuestión que solemos guardar en un bolsillo roto: Tenemos que hacerlo lo mejor posible, porque esto de vivir no es más que una carrera de relevos y somos los responsables de ese testigo que dejaremos a los que vengan después.
Los cementerios están repletos de historias, de los que anduvieron por este camino antes. Algunas todavía se cuentan a lo largo de los siglos; otras son pasto de las llamas del olvido y las hay que se siguen escribiendo, porque existen plumas inmortales.
Desde hace tiempo me obsesiona esa idea en la que insisto tantas y tantas veces en este foro… Estamos en un momento decisivo, en el que, más que nunca, tendremos que dar cuenta en un futuro de las decisiones que tomemos. Y nos damos cuenta ahora, cuando se nos ha pasado la hora y podría decirse que ya es demasiado tarde, porque en otros días nos dormimos en los laureles y soñamos el engaño mismo de esta vida: creímos que iba a estar ahí siempre porque no conocemos otra cosa. Así nos tragamos el cuento de que se habían terminado los ciclos en la economía y no habría más crisis, y ya está.
Pero al margen de que los vientos sean o no favorables, tenemos la obligación de vivir y de hacerlo lo mejor posible, porque “cada paso que se da deja una huella, que lejos de borrarse se incorpora, a tu saco tan lleno de recuerdos, que cuando menos se imagina aflora”, cantaba Pablo Milanés.
La crisis en mi pueblo, en Molina de Aragón, ha puesto en pie de guerra a un grupo de ciudadanos que están convencidos de que otra realidad es posible y que se juntan cada quince días para soñar oportunidades en una zona en la que nos dijeron que no existían. Y descubren que imaginar un sueño es el primer paso para hacerlo realidad y, de esta manera, estos encuentros han puesto en contacto a personas en sintonía que han logrado poner en marcha una idea de negocio. El grupo “Comarca de Molina” ha impulsado iniciativas constructivas, que a su vez han inspirado otras, como la web “Exportando talentos”; organizan, por ejemplo, cuadrillas de limpieza para concienciar a la población de la importancia de mantener limpia esta ciudad; han creado un foro en Facebook, de una gran participación, donde se discuten temas de interés, se comparten ofertas de trabajo y se publican experiencias enriquecedoras. En definitiva, son personas a las que el desempleo les ha dado otro punto de vista, no tan negro.
Y no sé a vosotros, pero a mí la tristeza de cementerio me evoca estas sensaciones de melancolía. Entonces pienso que no estaremos aquí para siempre y, aunque sea paradójico, me doy cuenta de que estoy viva y de que tengo la obligación de vivir y de hacerlo lo mejor posible.
Aunque corran tiempos difíciles hay una cosa que no podemos pasar por alto: No estamos muertos y todavía podemos hacer que se escuche nuestro latido.