Por Marta Perruca
Demasiado a menudo olvidamos lo importante que es la perspectiva. Estamos tan acostumbrados a asomarnos al mundo desde nuestra propia atalaya que nos hemos creído que esa es la única realidad, cuando lo cierto es que solo estamos viendo hasta donde llega el horizonte. Y es que, el ser humano tiene el vicio recurrente de cargarse de razón cuando se cree rey de su propia torre y se engaña pensando que desde ella abarca hasta los confines de la tierra, cuando lo único que gobiernan sus ojos es una única perspectiva: la suya propia.
Y soy consciente de que cada día, lo que hacemos aquí, en este Hexágono, es subirnos a una tribuna y narrar atalayas. No, no se trata de engañar a nadie, porque este foro, al fin y al cabo, se presenta como un blog de opinión y opinar requiere subirse a una torre y atreverse a relatar lo que uno ve, creo que haciendo un ejercicio de humildad e intentando ser responsables, aunque no por ello deja de ser una perspectiva.
Hasta hace escasos días tenía mi propia atalaya en el undécimo piso de una de las torres de la calle Virgen del Amparo. Vivía en un pequeño apartamento con un gran ventanal, desde donde disfrutaba de una de las más hermosas panorámicas de Guadalajara. Cada mañana me despertaba con los picos nevados de la Sierra Norte y los campanarios de Maristas y de la Concatedral de Santa María recortando el horizonte. Podía ver el casco histórico de esta ciudad a cada momento, con tan solo proponérmelo. Describir sus tejados, sus edificios lejanos, incluso aquellos detalles que me encontraba en mis asiduos paseos por sus céntricas calles. Incluso puede que, en un ejercicio de empatía, hubiera sido capaz de acercarme a alguna de sus múltiples realidades.
Lo cierto es que ahora, cuando he cambiado de atalaya y lucho por convertirme en vecina del casco, las cosas se ven de una manera muy distinta. Ya he dicho que la perspectiva es muy importante y que desde nuestra atalaya la visión del mundo es limitada.
Tenía razón Concha, mi compañera de los sábados: No puedo decir que la reforma de la calle Ingeniero Mariño me haya pillado por sorpresa. De hecho, era uno de mis mayores temores cuando decidí mudarme aquí, pero me he encontrado con una serie de cuestiones que, tengo que admitir, ni siquiera me había planteado.
Durante las pocas semanas que llevo viviendo aquí, no he podido evitar acordarme de una época en la que solía visitar Toledo con cierta frecuencia porque, salvando las distancias con la capital castellano-manchega, existen ciertas similitudes: Las políticas de revitalización del casco toledano dieron buenos resultados y se incentivó la rehabilitación de edificios históricos para su utilización como negocio, principalmente en el sector de la hostelería, pero el casco histórico seguía siendo un lugar casi relegado al turismo. En cierto sentido, es comprensible, porque la parte antigua y la nueva están divididas irremediablemente por barreras geológicas, que ni las escaleras mecánicas de Recaredo han podido salvar, con lo que el grueso de la población reside en la periferia, donde se han concentrado la mayoría de los servicios.
Y así recordé cómo circular en coche por sus estrechas y serpenteantes calles entre las asiduas mareas de turistas era casi misión imposible y que, si de lo que se trataba era de hacer la compra diaria, la oferta que encontrabas era muy limitada: alguna carnicería y pescadería de las de toda la vida y modestas tiendas de ultramarinos, que podrían sacarte de un apuro, pero que no llenaban el carro de la compra.
Hace unos años podríamos decir que la realidad de Guadalajara era muy distinta. No digo que tengamos que tener como referente el modelo de tiempos pasados, pero sí que es cierto que no existía una línea divisoria tan clara entre el casco antiguo y el nuevo. Cuando llegué a Guadalajara pensaba esta ciudad como una capital pequeña y cómoda para vivir y, entonces, también residía en centro histórico. Pero en esos años existía una arteria que atravesaba el casco, la antigua carretera de Zaragoza, y todavía quedaban abiertos algunos supermercados. Se me viene a la memoria un Ahorramás, cerca de la Plaza de San Esteban y el Simago, que años más tarde se convertiría en Champion. También recuerdo hacer la compra en un Día en la esquina de Santo Domingo con la Carrera.
En aquellos días, aplaudíamos la peatonalización de la Calle Mayor, porque comprendimos incómodo el tener que compartir nuestros paseos por el centro con el tráfico rodado y, aunque cada día se deslocalice más, todavía es el corazón de la Administración Pública y testigo diario del trasiego de maletines y portafolios y de ciudadanos de acá para allá luchando con la burocracia –mención aparte tienen los nuevos procedimientos para cumplir con la declaración anual del IVA de los autónomos, una complicación añadida a los problemas que manifestaba mi compañero Abraham, el martes-.
Eso sí, al caer la tarde, la ciudad de los negocios quedaba al acecho de los fantasmas y uno podía imaginarse en una película del Oeste, justo en el momento en el que hace su aparición el villano, a punto de desenfundar sus pistolas. Alguna vez, incluso, creí ver los salicores rodando a través de la calle. Sí, esos matojos rodantes, o tumbleweed, tan comunes en este género cinematográfico (lo admito, lo he buscado en Wikipedia). Los fines de semana era otra historia, porque Bardales teñía de ambiente nocturno esta parte de la ciudad, aunque la crisis y la legislación municipal al respecto hayan hecho que muchos locales hayan echado el cierre y que esta zona ya no sea ni una sombra de lo que fue.
Sí, entonces aplaudimos la medida de peatonalizar la Calle Mayor, pero hoy las obras de Ingeniero Mariño para hacerla más cómoda a los viandantes, nos traen de cabeza, casi como Hacienda.
Los cambios progresivos de esta ciudad siguen la senda de urbes como Toledo: La apertura del Corte Inglés se llevó el comercio a esta superficie y muchos de las tiendas que había en el centro tuvieron que cerrar; el mercado de abastos languidece y a excepción de un Covirán, que solo soluciona compras puntuales, no hay más supermercados en esta zona.
Con el paso de los años, las iniciativas municipales han tenido sus resultados y algunos establecimientos, principalmente bares, han abierto sus puertas a lo largo de la Calle Mayor. Sí, ahora se respira algo más de vida en el casco histórico de Guadalajara, pero no por ello la rutina diaria es más cómoda para los que residimos aquí.
El proyecto del eje cultural nos aleja de los servicios que en otros barrios tienen a tiro de piedra y, con la Calle Mayor peatonal e Ingeniero Mariño de un solo sentido, no queda otra alternativa que dar un rodeo por toda la ciudad para, al menos en mi caso, llegar a un supermercado que está a unos 250 metros.
De todas formas, siendo justa, algo hay que reconocer: Como se pretendía y a falta de que finalicen las obras que, por otra parte, están causando serias molestias a vecinos, comercios y establecimientos de la zona, el volumen del tráfico ha descendido considerablemente y el tránsito peatonal es mucho más agradable.
Aprovechando esta circunstancia, he buscado una especie de solución. Una tecnología puntera que me recomendó mi cuñada. Un día me dijo: Marta, has de saber que no puedes sobrevivir en el centro sin un carro de la compra. Así que le hice caso y me he hecho con un modelo de última generación. No cabía en mi asombro cuando, una vez cargado, constaté que dos ruedas se desplegaban de manera automática logrando un apoyo e inclinación perfectos que permiten su transporte con la acción de empujar, en lugar de tirar, como se venía haciendo tradicionalmente. Además, tiene multitud de compartimentos para optimizar el espacio y, con la paulatina eliminación de barreras arquitectónicas en la ciudad, tengo que decir que no me disgusta del todo esta nueva experiencia.
Y así, un día cualquiera te mudas de atalaya y descubres lo importante que es la perspectiva. Da igual que tu torre sea la más alta y creas que abarque mayor campo de visión, siempre habrá otras torres desde donde se aprecien mejor los detalles o que ofrezcan una perspectiva que no seas capaz de ver desde tu posición. Por eso tengo que reconocer que, aun estando aquí, solo tengo mi perspectiva.
* Me hubiera gustado hoy poder recordar alguna anécdota personal, quizá extraída de una conferencia de prensa, de una entrevista o, quién sabe, de una conversación casual, de esas que se tercian en los actos públicos, una vez protocolos y formalismos quedan disueltos en un vino español, quizá durante la entrega del Premio Internacional de Periodismo «Manu Leguineche», que convocó durante dos ediciones la Diputación, en colaboración con las distintas federaciones de asociaciones de periodistas a nivel nacional e internacional, y que podría ser oportuno retomar ahora, o demasiado tarde, según se mire…
Lamentablemente, mi memoria no guarda en su bolsillo ninguno de estos tesoros, pero ayer, como tantos otros, lloraba la muerte del PERIODISTA con mayúsculas, del profesor y del escritor, Manu Leguineche que, aunque vasco de nacimiento, decidió afincarse en Brihuega, en la «Casa de los Gramáticos», y compartir con esta provincia un poco de su sabiduría, de su personalidad y su talento. Al fin y al cabo, un poco de su esencia se quedará aquí para siempre, porque desde el momento en el que Leguineche se asentó en esta provincia y se convirtió en «alcarreño de vocación», Guadalajara ya tuvo quien la escriba.
Descanse en Paz