Por Yago López
Esta mañana, igual que los últimos tres días, he amanecido en una jaima en el desierto de Tinduf, en una zona inhóspita de Argelia junto al Sahara Occidental. Lo he hecho rodeado de personas que hasta hace una semana no conocía y de otras tantas que jamás imaginé conocer. Sin embargo, no importa, me encuentro cómodo porque la hospitalidad se respira en el ambiente. Este es otro ritmo, otra forma de ver las cosas, una manera de vivir distinta, más humana.
No es la primera vez que la vida me trae hasta este desierto y siempre me invade la misma sensación: la distancia que hay entre nuestra sociedad y la suya en términos económicos y de infraestructuras solo es comparable con lo lejos que estamos de su humanidad. Quizás sea el hecho de no tener nada lo que les ha llevado a tener una escala de valores donde lo prioritario siempre son las personas. Una lógica que brilla por su ausencia en la sociedad occidental.
¿Alguien sabe cuántas personas de Guadalajara viven actualmente en la calle o en su defecto, ocupando naves o solares abandonados por haber perdido su vivienda en los últimos años? Ni se imaginan cuantos son los casos y, sin embargo, la vida sigue tal cual, y nos rasgamos las vestiduras por la forma de elección de los conciertos de ferias.
Todo esto sucede en parte porque nos hemos alejado tanto en nuestras relaciones que ahora somos desconocidos y tristemente, nos hemos acostumbrado a tratarnos con indiferencia. Ya nadie se para a ayudar, y ni siquiera se sorprende, si alguien duerme en un cajero en plena calle mayor. Los indigentes se han convertido en invisibles y el resto en desconocidos, cuando no rivales.
Esta despersonalización de la vida nos conduce irremediablemente a un callejón sin salida. Los pobres viven su pobreza en solitario, cuando no la intentan disimular por vergüenza y por miedo a ser estigmatizados, a pesar de que cada vez son más. La clase trabajadora sobrevive en una continua cadena de montaje que aliena su mente y le conduce al más temible de los males: el conformismo. Nos basta con ser el eslabón de una cadena, con no quedar fuera, no nosotros.
Todo en nuestra sociedad tiende a reafirmar ese modelo. Si no piensen cuántas personas conocen en su propio portal y a cuántas les dejarían entrar a dormir a su casa. No pretendo dar lecciones moralistas, porque soy el primero que apenas conozco el nombre de mis vecinos, y cuento con los dedos de las manos, las personas a las que les dejaría las llaves de mi vivienda. Sí, lo confieso, yo también estoy contaminado.
Por eso, convivir con este pueblo te ayuda a recuperar en parte la visión, y contemplar lo impersonal y despiadado de nuestras relaciones sociales. Nuestra continúa deshumanización viene de serie con una venda en los ojos que no nos deja ver más allá de nuestros propios intereses, que están además adulterados.