Por Ana María Ruiz
Cuando ustedes lean este artículo estaremos casi en el ecuador del Maratón de los Cuentos de Guadalajara, que este año celebra su vigésimo cuarta edición. A lo largo de 46 horas la ciudad se convierte en el centro internacional de la narración oral con una actividad de la que pueden presumir todos los guadalajareños porque comprime en apenas tres días toda la riqueza de la palabra CULTURA, así con mayúsculas: creación, imaginación, divulgación, diversión, entretenimiento y participación.
Tengo que reconocer que nunca he tomado parte activamente en el Maratón. Sí lo he hecho como público a título particular y como periodista cubriendo la información del evento. Pero jamás me he atrevido a subirme al escenario a contar un cuento por temor a sufrir un “Pastora Soler”. En el fondo soy una gran tímida y sólo de pensar en tener que hablar ante un auditorio, por pequeño que sea, me da pánico.
Sin embargo, este año voy a hacer mi particular aportación al Maratón y les voy a contar no uno sino cinco cuentos. Así que pónganse las gafas de lectura porque empiezo con el tradicional “Érase una vez…”
El Patito Feo. Érase una vez en una pequeña ciudad en la que existía una monstruosa construcción que sus gobernantes habían levantado junto a los restos de lo que fue una bella iglesia, llamada de San Gil. Tan, tan feo era que los habitantes de aquella ciudad le llamaban el Edificio Negro. Feo, feísimo y alto, altísimo, durante años generaciones enteras los vecinos tuvieron que vivir soportando la presencia de este engendro. Incluso algunos valientes tenían allí sus lugares de trabajo y un empresario de hostelería creó en sus bajos un bar, referente en los años de “La Movida”. Pero llegó un día en que un alcalde llamado Don Antonio, “El Doctor”, anunció que tenía planes para el edificio. Cuando todos los ciudadanos creían que por fin se iba a proceder a su demolición la decepción fue mayúscula porque la decisión no era otra más que pintarlo de un llamativo morado y ofrecerlo a los ricos de la ciudad para que pusieran allí sus negocios. Al ver el proyecto, los vecinos se llevaron las manos a la cabeza: en lugar del Edificio Negro ahora iban a tener La Casita de Chocolate, al fin y al cabo otra aberración en el mismo centro de su bonita ciudad. Pero ese ya es otro cuento.

Infografía del proyecto que Antonio Román propuso para «recuperar» el Edificio Negro.//Foto: guadalajaradiario.es
Los tres cerditos. Había una vez una gran región en el centro del Reino de España. En ella resistía una pequeña aldea en la que sus habitantes, castellanos de pura cepa, tuvieron finalmente que rendirse a incorporar a su linaje un mancheguismo del que muchos renegaban. Gobernaron allí tres terratenientes: José, apodado “El Melenas”; José María, de mote “El derrochador”; y María Dolores, alias “La Tijeras”. Durante el mandato del primero, se decidió que la aldea necesitaba un gran Hospital para sus cada vez más numerosos habitantes. Se construyó uno magnífico, de los mejores del Reino, dotado de moderna tecnología y con camas y personal suficiente. Era un Hospital de ladrillo, resistente y confortable. Cuando le tocó el turno de gobierno a José María, el centro comenzó a quedarse pequeño. La aldea crecía y era necesario ampliar las instalaciones. Se redactó un proyecto magnífico, moderno, con más consultas, más habitaciones, más especialidades, muchísimo personal y un presupuesto muy elevado. Demasiado para una región en la que empezaba a hacer mella una gran crisis. Pero José María no quiso ver las orejas al lobo y empezó las obras. Estiró tanto la cuerda que el viejo Hospital dejó de recibir recursos y comenzaba a tambalearse porque sus ladrillos se estaban convirtiendo en barro, mientras el nuevo no conseguía avanzar . Llegó un nuevo cambio de gobierno, que pasó a manos de una mujer, “La Tijeras”, quien haciendo gala de su apodo, no sólo paralizó las obras del nuevo centro sanitario sino que recortó sin piedad en el antiguo y sus cimientos empezaron a resquebrajarse porque el barro se estaba transformando en paja. Se cayeron techos, se despidió a demasiado personal, se compraron materiales de saldo y los usuarios y pacientes ingresados asisten hoy en día al deterioro de unas instalaciones que amenazan con derrumbarse al más mínimo soplido.
Blancanieves y los siete enanitos. Hubo un tiempo en que los habitantes de una pequeña ciudad, cuyo nombre tenía origen árabe, eran felices. Y lo eran porque podían presumir de contar con un buen número de plazas para el esparcimiento y la relación en las que niños y grandes disfrutaban de pequeños jardincitos decorados con flores, con su sombra, sus quioscos y sus fuentes. Había una que era especialmente bonita, la Plaza Mayor, lugar de reunión al que acudían los vecinos llenando los bares y restaurantes que poblaban el centro de la ciudad. Pero llegó un día en que sus gobernantes decidieron que las cosas tenían que cambiar y, armados de piqueta y hormigón, acabaron con la hermosa plaza. No contentos con esta errónea decisión pensaron que, la mejor manera de embellecer el centro histórico era “acabar” con otras siete plazas que rodeaban a la Mayor y así convirtieron en solares Dávalos, Los Caídos, Santo Domingo, el Jardinillo, San Esteban, Mártires Carmelitas y la plaza de Moreno. Ya nunca volvió la vida al centro. Desaparecieron los lugares con encanto, los espacios de relación y los gritos y risas de los niños se trasladaron a la periferia. Y así hasta hoy.
La Bella Durmiente. A las afueras de Guadalajara existe un bosque de encinas en cuyo centro duerme el sueño de los justos el poblado de Villaflores. Un conjunto agrario del siglo XIX, construido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco por encargo de la Condesa de la Vega del Pozo y duquesa de Sevillano como poblado agrícola para la familia. El conjunto, único de estas características en Castilla-La Mancha, luce hoy en día abandonado, vandalizado y con riesgo de ruina a pesar de que en 2014 la Junta inició el expediente para su declaración como Bien de Interés Cultural y de que existe un proyecto de recuperación y rehabilitación que se remonta a 2008. Su espectacular palomar, la casona principal, la ermita y las viviendas que aún siguen en pie esperan que un príncipe azul venga a despertarlas de su sueño para convertirlas en el conjunto arquitectónico singular que nunca debió dejar de ser.

La fachada de la casa principal, en un estado lamentable, en una imagen de hace apenas tres meses. // Foto: R.M.
La Cenicienta. Allá por el siglo IX, cuando Guadalajara era musulmana, se levantó el Alcázar, una edificación defensiva en sus orígenes que después pasó a ser palacio real, fábrica de paños y cuartel militar hasta llegar a nuestros días convertida en una ruina. En 1998 este edificio histórico comenzó a ser objeto de estudio y recuperación para la ciudad, llegando a ser abierto al público en 2008. Vivió entonces tiempos felices en los que la ciudad pudo recuperar parte de su herencia, pero dos años después, la falta de dinero y la falta de interés volvieron a cerrar las puertas del Alcázar, que a día de hoy continúa siendo la Cenicienta de los monumentos de Guadalajara. ¿Cuándo llegará su turno para convertirse en la reina del baile? Ojalá no sea demasiado tarde.
Y hasta aquí mis cinco cuentos. Aunque contaría muchos más, pero el espacio es limitado. Como habrán podido comprobar, todo parecido con la realidad literaria en la que están basados es pura coincidencia. Sólo espero que para mis cinco protagonistas no haya llegado el “Colorín, colorado” y alguien sea capaz de escribir las primeras líneas de lo que debería ser un magnífico cuento con un final feliz.
¡¡¡Disfruten del Maratón!!!