
MIlicianos leales a la República, en el momento de arrestar al líder de la sublevación fascista en Guadalajara, comandante Ortiz de Zárate
Por Juan Pablo Calero Delso *
En la última década del siglo XIX el periódico El Atalaya de Guadalajara publicó una serie de artículos en los que algunas personalidades locales ofrecían su particular respuesta a la pregunta: «¿Es pobre o rica la provincia de Guadalajara?». La mayoría destacaban la excelencia de sus materias primas mineras y madereras, la fecundidad de su producción agrícola o ganadera y la abundancia de sus ríos; el ingeniero anarquista catalán Celso Gomis, que la visitó en 1882, apuntó: «¡Si esta agua la tuviésemos en Cataluña, pensaba yo para mis adentros, qué de fuerza desarrollaría, cuántas máquinas pondría en movimiento, a cuántos cientos de brazos daría trabajo!». Si no faltaban los recursos, tampoco escaseaban los capitales, pues aquí tenía su solar la más opulenta aristocracia de aquel tiempo: los Infantado, los Osuna, los Figueroa, los Desmaissieres…
Sin embargo, Guadalajara fue una de las provincia menos desarrolladas, porque las familias que la dirigían con mano firme desde las décadas finales del siglo XVIII antepusieron sus intereses particulares al bien común y, para disfrutar sin disputa del poder político y manejar a la provincia y sus habitantes a su antojo, entorpecieron su progreso económico: una provincia empobrecida condenaba a la indigencia a sus habitantes que, para su simple supervivencia, dependían de los favores del poder político. Fue así como la élite liberal de Guadalajara disfrutó de una autoridad incontestable y se acostumbró al ejercicio altivo del mando. Su red clientelar cubrió con su manto hasta el último pueblo.
Pero, hace ahora cien años, ese férreo control caciquil empezó a resquebrajarse. Por un lado, no pudo sustraer a Guadalajara del progreso general del país, y aquí llegaron un puñado de profesionales inclinados hacia el Socialismo que se ganaron un creciente prestigio: Marcelino Martín, los hermanos Bargalló, Arturo Barea, Miguel Benavides Shelly, Juan Dantín, algunas profesoras de la Escuela Normal… Por otra parte, para silenciar el descontento social, permitió una industrialización controlada con la apertura de las factorías de La Hispano, cuyos trabajadores se afiliaron en gran número a la CNT.
Aún quedaron muchos resortes en manos de los caciques, sobre todo en el mundo rural. Y no por casualidad esta fue la única provincia que durante casi todo el siglo XX no contó con una Caja de Ahorros. Pero, como siempre sospechó la élite alcarreña, el progreso económico y la apertura cultural debilitaron su poder político y favorecieron la rebeldía de los oprimidos. La huelga general del verano de 1918 fue un primer aviso que se convirtió en un clamor en la primavera de 1931, con la victoria de la Conjunción Republicano-Socialista, y la proclamación de la Segunda República: era evidente que los tiempos estaban cambiando.
En la primavera de 1936 el clima social era de confrontación. Las clases populares de la provincia, que parecían adormecidas pero que sólo habían estado narcotizadas por los caciques, se organizaban para defender sus derechos. Si en las elecciones de febrero el conde de Romanones había ganado en el conjunto de la provincia, el Frente Popular venció en la capital y más de 70 localidades. La Federación de Trabajadores de la Tierra de UGT crecía en todas las comarcas, los madereros y resineros molineses se organizaban bajo la influencia anarquista y comunista, la CNT volvía a abrir sindicatos…
Los caciques quisieron dar un escarmiento a esos jornaleros, campesinos y obreros que con tanta firmeza se les enfrentaban en conflictos como el de «La Pizarrita». La Guardia Civil disparó a los salineros de la comarca de Atienza que se pusieron en huelga, y señoritos pistoleros de la derecha asesinaron a los carteros de Moratilla de los Meleros y Sigüenza.
Pero los trabajadores habían perdido el miedo; ni la presión del usurero ni el miedo al cacique, ni siquiera los disparos fueron suficientes para devolverles a su antigua condición de siervos. Los poderes políticos y económicos tradicionales, con ayuda de la mayoría del Ejército y la bendición de la Iglesia Católica, organizaron para el 18 de julio de 1936 un golpe de Estado que desencadenase una represión que se quería ejemplarizante.
En Guadalajara, los militares conjurados y sus cómplices civiles no se atrevieron a pronunciarse por miedo a la reacción popular hasta que no llegase en su auxilio una columna rebelde de Zaragoza. Acuartelados desde el domingo 18, esperaron inquietos a unos refuerzos que nunca llegaron, y el día 20, con Madrid bajo el control de tropas y milicianos leales a la República, la guarnición de Guadalajara se sublevó con éxito contra el Gobierno legítimo. Entre los trabajadores, que se habían fiado de las promesas de someterse a la Constitución de los militares y de las instrucciones de sus dirigentes políticos, hubo tantas detenciones que abarrotaron la cárcel provincial y alguno de los cuarteles. Pero, el día 22, una heterogénea columna, formada sobre todo por albañiles de la CNT madrileña, guardias civiles y de asalto leales, y algunos vecinos de Guadalajara que escaparon a tiempo, asaltó la ciudad y, después de cruel y sangrienta lucha, devolvió Guadalajara a sus habitantes.
150 años después de la Revolución Francesa y cien años después de que se implantase definitivamente en España un régimen liberal, las clases populares de Guadalajara pudieron por fin tomar en sus manos su destino, el individual y el colectivo. Se encargaron de las instituciones de la República y se hicieron dueños de buena parte de la economía provincial con la colectivización de campos, fábricas y talleres; se impulsó la Educación y la cultura, y se mejoró la condición de las mujeres. En marzo de 1937, dirigidos por un albañil, Cipriano Mera, y un cantero, Enrique Líster, obtuvieron en Brihuega una victoria épica. Si Bailén fue la primera derrota de las tropas napoleónicas en campo abierto, Guadalajara fue la primera derrota de los ejércitos fascistas europeos.
Y ni siquiera la derrota en 1939 pudo doblegarles ni arrebatarles la dignidad y así preservaron el recuerdo de aquel tiempo, a partir del 22 de julio de 1936, cuando los oprimidos se levantaron frente a sus opresores y, casi por primera vez en Guadalajara, dijeron simplemente «no» a la imposición, a la explotación, al privilegio y a la desigualdad.
* Juan Pablo Calero Delso (Guadalajara, 1959) es historiador. Así se presenta él mismo: «En la ciudad de Guadalajara nací y viví casi la mitad de lo que llevo vivido. Soy profesor de Instituto, y he estado destinado en varios centros de la provincia (Mondéjar, Pastrana, El Casar y Guadalajara). Desde hace casi 25 años vengo publicando libros, artículos y otros textos sobre la historia contemporánea de la provincia de Guadalajara y sobre la historia de los movimientos sociales, obteniendo el Doctorado en Historia Contemporánea con una tesis sobre lo que pasó en nuestra provincia entre 1833 y 1931».
Estoy de acuerdo contigo en una cosa: cuando los oprimidos se cansaron de recibir…. se levantaron y dijeron….ni una más. Y gracias a dios, así fue.
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Este es un artículo indigno. Impresentable. Impropio de un historiador profesional. No me sorprende que la reacción aplauda el título.
Juan Pablo, por favor, sabes perfectamente porque digo esto y me horroriza que seas capaz de contribuir al descrédito de la República. Solo me cabe pensar que has escrito dejándote llevar por prejuicios y que relajaste el buen juicio del que se eres capaz.
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Es curioso como el autor divide a la población entre «las clases populares» y los caciques… Sin duda es la forma de contar la historia, donde se reparten títulos de moralidad a los protagonistas de la misma según el «criterio científico» del historiador.
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