Por Borja Montero
La Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha ha puesto en marcha un nuevo desafío contra el interino Gobierno de España. La controvertida “reválida” de 6º de Primaria, un examen final que pretende conocer el nivel de las capacidades adquiridas por los alumnos en diferentes materias y que, aunque no cuenta para la obtención del título y la promoción a la Educación Secundaria Obligatoria, sí parece que se integrará en el expediente académico del alumno de algún modo, no se celebrará en los centros educativos de la región, a juzgar por las últimas declaraciones de la consejera de Educación, Reyes Estévez, que ha anunciado la interposición de un recurso contencioso-administrativo con el fin de conseguir evitar la obligatoriedad de realización de esta prueba.
Se trata de uno de los aspectos menos claros de la última reforma educativa, la polémica LOMCE; que también establece esta clase de exámenes finales al final de cada ciclo formativo (Primaria, ESO y Bachillerato). El objetivo de estas pruebas, obligatorias pero no descalificantes, es conocer el grado de aprendizaje de los alumnos y la calidad de la enseñanza en cada centro educativo mediante cuestionarios presuntamente objetivos que puedan detectar determinadas deficiencias concretas en algunos centros o diferencias entre el nivel de los distintos colegios.
A pesar de que el objetivo último de estas reválidas pueda parecer beneficioso para la mejora del servicio educativo, su aplicación a la realidad escolar presenta algunos inconvenientes y ambigüedades. La primera de las incongruencias de esta decisión es la asunción de un paradigma distinto al que persigue la organización educativa actual. Si bien en los colegios, también en los institutos e, incluso, la universidades tras la llegada del Plan Bolonia, cada vez prima más la evaluación continua, el trabajo diario de las materias y la adquisición de determinadas competencias y recursos de comprensión y búsqueda de información, la realización de exámenes finales tras cada ciclo de enseñanza parece un retorno al modelo del conocimiento memorístico y enciclopédico de otras épocas, además de someter a los alumnos a condiciones muy diferentes a las que han vivido en clase hasta el momento, con largos exámenes que se prolongan durante varios días ocupando buena parte del horario lectivo diario.
Otro de los puntos tiene que ver con un problema que aqueja a todos los servicios que han sido transferidos a las comunidades autónomas. A pesar de que se pretende mantener el carácter nacional del servicio, que todos los ciudadanos se sientan igualmente atendidos por estos derechos, se concede a cada región una gran autonomía para la organización de los mismos. En este caso, aunque los contenidos generales que se han de tratar en cada nivel educativo están marcados por el Ministerio e, igualmente, se establecen algunas vagas premisas acerca de cómo han de ser los exámenes aunque dotando a cada Consejería de la potestad de adaptar ciertas partes para ajustarse mejor a los temarios realmente vistos en clase, no hay una gestión uniforme del servicio, y tampoco de estas “reválidas” en todo el país, lo que podría, en cierto modo, enviciar los resultados finales y, dependiendo de cómo se haya confeccionado la parte más “autonómica” de las pruebas, hacer que los alumnos de determinadas comunidades o, incluso, colegios, obtengan mejores calificaciones.
Supongo que el establecer medidas de control y evaluación para testar la calidad del servicio no es una mala herramienta para mejorar la educación, pero establecer exámenes generales cada fin de ciclo parece la opción más fácil, en lugar de buscar herramientas de seguimiento más continuas y menos estresantes para los alumnos.