Por David Sierra
Aguardaba en silencio. Al mediodía. Cuando hasta las aves aprovechan para dormitar y los ruidos del campo se esconden entren alguna que otra brisa. Al pie del vertedero, sin mover una ceja y con la escopetilla de balines en posición de alerta, a media cintura, esperaba la ocasión. En el momento en el que su presencia se hiciese invisible, habría lugar para comprobar su tino. Entre unas bolsas de basura rasgadas, por cuya abertura salen las mondas de unas naranjas que aún huelen a postre, aparece un pequeño hocico abigotado. Y con movimientos rápidos y precisos se descubre todo el cuerpo. Olisquea como un auténtico experto enólogo sin ser consciente de su trágico destino.