
Cartel en el baño de señores patrocinado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha para concienciar sobre el uso cívico de los baños públicos. //Foto: Vicenzo La Guardia
Por Patricia Biosca
Son las siete de la tarde. El tren, que ha partido desde Chamartín, llega inusualmente lleno a Guadalajara. En el andén esperan otras muchas personas para hacer el mismo camino de vuelta, abarrotando de forma casi extraña el andén. El viaje, que dura más de una hora, ha completado las vejigas de los pasajeros, que buscan con premura un baño donde aliviar sus necesidades físicas básicas. En la puerta se cruzan dos mujeres: “Yo que tú ni lo intentaba, no sabes cómo está eso… Me voy a salir al bar de fuera, porque está impracticable. Es de vergüenza”, le dice la que sale a la que entra, esta segunda sin tiempo material para escapar de unas instalaciones en las que bien se podría haber grabado la primera temporada de la serie “Cuéntame”. Con valor y arrugando la nariz, la segunda se dispone a entrar con su maleta y con su abrigo. El suelo está encharcado por una mezcla entre agua estancada y orín, que sale por debajo de la puerta del único baño al que se puede acceder, pues el otro se encuentra cerrado por un candado desde fuera. La escena dentro no es mejor: la repugnante mezcla que asomaba ahora está teñida de un gris oscuro y sucio por las huellas que han dejado las “heroínas” que se han atrevido a pasar. Es 20 de febrero de 2018, pero si no fuera por el logo de Roca desdibujado por el tiempo, parecerían unas letrinas militares de principios de siglo.
Todos los habituales de las estaciones de tren y autobús de Guadalajara conocen de primera mano la dejadez y la desidia que convive día a día con las partidas y los regresos. El hecho de que los baños se encuentren fuera de las instalaciones parece que es motivo suficiente para que haya tuberías rotas, amalgamas de papel higiénico haciendo tapón (pero nunca donde debieran estar, a disposición de los viajeros, que muchas veces interpretan este escenario apocalíptico como una carta blanca al incivismo), pintadas, cerámica y plástico rotos, envolturas dispersas por el suelo. Y pis (en el mejor de los casos). Por suerte, la moda ahora va por el derrotero de enseñar el tobillo, quien sabe si en una conspiración judeo-masónica, porque todo el mundo sabe que esos lugares nunca cambiarán. “Muchacho, no entres ahí”, le dice el conductor del autobús (quien ha tenido que utilizar esos servicios ante la imposibilidad de hacerlo en otro lado, con minutos entre carreras, y con la imposibilidad de hacer un “alto en el camino” como los taxistas). El chaval le mira con cara de “qué le vamos a hacer” y entra. La gente desde las colas mira la hazaña con curiosidad. Los más morbosos esperan su salida, para escudriñar su cara. Algo tan básico como mear se convierte en una odisea del tamaño de la conquista de la luna, por las puntillas y por la proeza.
Las promesas políticas para arreglar ambas instalaciones han sido una constante desde hace por lo menos una década. Entonces el PSOE afirmaba que los baños de la estación de autobuses se habían convertido “en lugares de cita para mantener relaciones sexuales«, según recordaba hace unos días La Crónica de Guadalajara. Un nuevo uso del que al menos alguien sacaría una parte positiva, aunque las condiciones higiénicas que ya se denunciaban allá por 2008 eran iguales (de pésimas) de las que se “disfrutan” ahora. A las críticas llegaba un comentario poco acertado que quedará para la posteridad: “Habrá que preguntarles si han puesto cámaras o si son ellos los que lo practican«. Así contestaba el por entonces el ya alcalde Antonio Román, que se adentraba (de forma figurada) en el “fango” de los váteres como una chiquilla con pantalones de campana arrastrando los bajos de la tela. Por aquella época, la moda no acompañaba a los tiempos de los suelos encharcados, aunque persiste la costumbre del churrete en los baños. Hay cosas que se mantienen inalterables: los nacimientos, las defunciones y la inmundicia en los servicios públicos.
Pero aquella tela está cada vez más rota y más sucia. Y aunque las madres alerten de que eso es “una guarrada” y abogan por cortarla y dejar los pantalones pesqueros, la historia sigue igual. Se ha denunciado por unos, por otros, por los de más allá. Una tímida reforma en 2010 de las aceras colindantes pagadas íntegramente por el Ayuntamiento de la ciudad y un apuntalamiento por peligro de derrumbe en la entrada poco tiempo después han sido las únicas adaptaciones a unas instalaciones que en tres décadas han visto muchos pasajeros pero poca inversión. Si hablamos de la estación de tren, a principios del año pasado, el Ministerio de Fomento llevaba a cabo un “lavado de cara” al edificio, que se adaptaba a las personas con movilidad reducida cambiando uno de los tornos por otro más ancho. Un año después, las goteras en la cubierta del andén provocan que los viajeros se apiñen buscando refugio los días que llueve con fuerza. Mientras, los políticos de uno y otro signo, hacen de vez en cuando su bandera del color amarillento de estas letrinas y sus alrededores. La cisterna suena, pero sin agua, aquello no se puede limpiar.
Décadas de olvido hacen pensar que las estaciones de tren y de autobús, claves en la vida de una ciudad dormitorio o una localidad que aspira a convertirse en capital universitaria, no son obras lo suficientemente llamativas como para que haya luchas políticas del tamaño de las que vemos estos días. Porque el campus universitario es el abrigo de visón, pero los váteres de estos edificios son trapos de cocina que se mantienen, aunque el olor indica que los tiremos a la basura.