
El maestro junto con los chicos de Cabanillas que se quedaron estudiando en la Biblioteca Municipal. // Foto: @lauripeco
Por Patricia Biosca
Llevo la mayoría de mi vida estudiando. 25 de mis 31 años siempre tenía algún examen que aprobar, algunos apuntes que pasar, alguna clase que no me podía perder (y eso que mi debilidad por el sueño ha ganado en mucho a mi compromiso con la escuela). Conozco de primera mano casos en los que el colegio, las aulas, los libros, los profesores y/o los compañeros han sido un viacrucis bíblico, un tránsito equiparable al de Frodo y Sam de camino al Monte del Destino, un picor agudo en la espalda de esos que no resuelves si no te ayudas con algún artilugio o con una mano amiga. Sin embargo, mi experiencia no ha sido así y, aunque todo no fue un camino de rosas (maldita adolescencia, que crea inseguridades que se contagian como la gripe en invierno), en general, guardo muchas lecciones.Tuve la suerte de contar con bastantes maestros del tipo que se refleja en las películas y se suben encima de sillas para enseñar pensamientos libres; de esos cuya vocación sobrepasa el trabajo y sientes su cariño por el mero hecho de ser su alumno; aquellos cuya huella imborrable permanece en mi personalidad grabada a fuego, junto con sus costumbres y sus lecciones. Esas “doñas” y “dones” a los que a veces la inercia hacía que les llamases “papá” o “mamá”, seguida de un enrojecimiento de mejillas comparables a la lava de la montaña de Mordor.
Me viene a la cabeza Doña Nica, quien me enseñó a leer y escribir mis primeras líneas (y fíjate la que ha liado). Profesora de varias generaciones, su gusto por la plastilina, las bolas de papel de colores, la cola blanca y el amasamiento de mofletes serán recordados por los siglos de los siglos entre las decenas de alumnos que pasamos por aquella alfombra verde que también usábamos de colchón en las siestas. Recuerdo a Don Eugenio, profesor primerizo que llegó con todas las ganas del mundo a un pequeño pueblo que acababa de estrenar aulas separadas, para encontrarse con diez fieras que se le subían a la chepa (de forma literal) y le hacían coletas con el poco pelo que ya lucía. Conocido de sobra es Don Pepe, que junto a Rosa (la profesora que no llevaba el “doña” porque era demasiado joven y cercana como para que esa distancia de título le hiciese justicia) nos pusieron en la diatriba de elegir de entre, nada más y nada menos, la vida y la muerte en una dinámica de grupo. “¿Quién sois vosotros para escoger?”, nos dijeron después de que cada uno expusiera sus argumentos, dejando una marca que me acompaña hasta el día de hoy.
Don Alejandro, aquel señor con el coche verde que fumaba Ducados en las clases de la tarde, con el que aprendí que existía la carrera de Bellas Artes y que era una opción igual de válida que ser enfermera, además de mi gusto por todo lo que tuviera que ver con las ciencias naturales. Doña Beatriz, la profesora que nos reveló la traducción del nombre de nuestro pueblo (“Small Huts in the Country”) y que había vida mucho más allá de él, acercándonos la idea de salir fuera de unas fronteras que llegaban hasta la “carretera de la patata”. Doña Concha, la profesora de Educación Física, que nos dejó a cuadros al decirnos que la piel no era naranja, rosa o de la crayola color carne, sino de la que nos dictase la imaginación, que para eso eran dibujos lo que estábamos coloreando. La paradoja es que quizá ellos ni siquiera recuerden mi nombre ni el de muchos de mis compañeros, porque la multitud hace inevitable el olvido.
Así que cuando leía la noticia de que un “don” altruista y con acento extranjero invitaba a cenar a un puñado de chavales que resistía la tentación de la fiesta al otro lado de las ventanas de la biblioteca de Cabanillas del Campo (con charanga incluida, doy fe) una sonrisa me ha acudido sin querer al rostro. Como un Robin Hood moderno, robó la rica algarabía de fuera para regalar felicidad (y pizzas) a los pobres de dentro. Y todo porque este “don” sintió orgullo. Orgullo de aquellos chicos que pasaban un día entre libros en un momento que llamaba al jolgorio, enseñándoles una lección tan simple como necesaria: la recompensa del trabajo duro. Así que aunque mis años de notas (al menos académicas) parecen haber acabado, y de que yo era de esas que hacía ruido en la fiesta de la calle, estos chicos me crean cierta envidia por haber conocido a un maestro vocacional, de esos que, en un día, “enseñan más que mil días de estudio diligente”, que dice el proverbio japonés. Espero que esos chavales, cada vez que tengan que hincar codos mientras la tentación está ahí, recuerden, como yo lo hago, aquel día con aquel “don” que les miró con satisfacción. Gracias, querido maestro. Gracias a todos.