
No todas las familias recuperaron a sus muertos tras la contienda. Foto: Biblioteca Nacional.
Por Gloria Magro.
Después de todo un año sin ir al pueblo, lo primero que hacemos nada más instalarnos para el verano es subir a limpiar las lápidas familiares al cementerio. No hay forma de zafarse de esta especie de ritual que mi madre lleva a rajatabla cada mes de julio. Armadas de cubos y trapos pedimos la pesada llave de hierro a su cancerbero, el bar del Justi, y allí nos plantamos bajo un sol de justicia dispuestas a restregar el mármol polvoriento, renovar las flores de tela y pegarnos un rato de recuerdos y filosofía materna.
Los comentarios son inmutables año tras año. Empiezan con un “Ay, hija, ¡y qué todos hemos de acabar aquí!”, seguido de un “¡ya descansan aquí juntos, toda la vida trabajando para esto!” Y mientras, le damos a la bayeta sobre los abuelos, el tío, los bisabuelos… para finalizar con otro clásico: “Y claro, como tú no tienes hijas, ¿quién te va a limpiar a tí la sepultura?”. Llegados este punto, cansada de llevar cubos de agua, con la manicura echada a perder y una buena insolación, bajamos a devolver las llaves con la satisfacción del deber anual cumplido. Y ya de paso a tomar un bacalao, celebrando que estamos vivas y que aún parece lejano el día que nuestras lápidas no encuentren quien las friegue. Y como cada año, no puedo dejar de pensar en todos aquellos que no tienen quien les limpie la sepultura por la sencilla razón de que nunca tuvieron una. Son los muertos anónimos y olvidados.
Faltaban pocos días para las elecciones de 1982 cuando llegó aquel coche del PASOC al pueblo. Con una plantilla y un spray, el elegante señor que lo conducía tatuó las siglas en rojo en la pared del frontón que había en aquel entonces frente a la fragua. Mi padre, aún en mono de faena, salió intrigado a preguntar que partido era aquel que le resultaba desconocido. El forastero le dijo que se trataba del Partido de Acción Socialista y ya de paso comentó que su padre estaba enterrado en algún lugar del cementerio de nuestro pueblo.
Durante muchos años hubo en Jadraque un pequeño anexo al cementerio separado del camposanto por una tapia. Una tierra baldía y llena de broza, tierra de nadie, un lugar no consagrado donde se depositaba a aquellos que no habían tenido una muerte cristiana, en alusión a los suicidas, los ateos o los bebés sin bautizar. Yo no recuerdo ningún entierro allí ni conozco a nadie que comentara tener algún familiar en ese lugar. Aquel día de otoño de 1982 nos enteramos de que también había caídos en la guerra civil olvidados tras una tapia, pero de aquello no se hablaba entonces, cuando aún podían quedar testigos vivos, pese al cambio político que se intuía iba a llegar. Ni tampoco se habló después, cuando efectivamente el cambio llegó. Y continuó el silencio, el olvido.
Las siglas del PASOC estuvieron mucho tiempo grabadas en el frontón, con el rojo descolorido y de hecho aún eran visibles cuando ya bien entrado el s.XXI lo derribaron para hacer un aparcamiento. El cementerio ateo había desaparecido mucho antes, incorporado al cementerio en la primera ampliación que se hizo. Quien sabe pues donde descansan los restos del padre de aquel hombre del PASOC que a buen seguro nunca llegó a reclamarlos. ¿Cuántos muertos olvidados más habría en aquel pedazo de tierra? A media voz hay quien señala el espacio inmediatamente anterior, junto a la tapia, como lugar de descanso de caídos en la guerra. Y todos niegan que en aquel reducto hubiese nadie de la contienda, imposible buscar certezas tantos años después, pese a que las pocas lápidas que ahí se ubican, apartadas del resto, como en tierra de nadie aún hoy, si están fechadas en 1936 y 1937.
De los muertos del odio, de la venganza o simplemente de las circunstancias de la guerra, no hay registros oficiales; muertos de primera y muertos de segunda. Acabada la guerra, unos pudieron reclamar los cuerpos de sus familiares, mientras que los otros sólo pudieron conservar si acaso un lugar marcado en la memoria o ni siquiera eso sino la incertidumbre de no saber. Milicianos caídos, soldados de paso, italianos combatientes y tal vez jadraqueños fusilados en algún momento de aquellos años a los que nadie reclamó, gente de la que se perdió el rastro. Quien sabe cuantas memorias perdidas, cuantas historias que ya no se contarán.

Zona sin tumbas en el cementerio de Jadraque. Al fondo, sobre la tapia, lo que fué el recinto civil, nivelado tras rellenar el terreno en la primera legislatura democrática.
Silencios elocuentes.
Durante 1936 y 1937 la línea imaginaria entre Sigüenza y Jadraque fué frente de guerra. Las escaramuzas se sucedieron durante largos meses y la población civil de los pueblos ocupados convivió con milicianos, soldados y tropas italianas mientras el frente avanzaba y retrocedía penosamente. La vida diaria de un pueblo en guerra, con todas sus miserias, sus vilezas y sus avatares, se puede encontrar en los relatos de Vicente Granizo Polo, “Mis pequeñas memorias”, Jadraque, 1953 y del cura Valentín García, “Cruel odisea”, Valladolid 1939 (*) que pese a lo dramático de su narración en zona roja, vivió para contarlo. Otra fuente impagable sobre la guerra y la población civil es “Testimonios de una batalla. Guadalajara 1937”, 2007 (**) que incluye a su vez, además de relatos de ambos libros, los que son seguramente los últimos testimonios de aquellos niños y adolescentes que experimentaron en primera persona las penurias de la Guerra Civil. Pero de los muertos no se dice nada. La memoria es selectiva no solo al escoger una visión del relato bélico sino también al elegir lo que se cuenta y lo que se prefiere olvidar. Dice Xulio García Bilbao, portavoz del Foro por la Memoria Histórica de Guadalajara, que “España es un país diferente donde pasan cosas que no ocurren en otros sitios y donde además se les da una imagen de falsa normalidad”.
Pasada la guerra se pasó página. Para unos fue más fácil que para otros, la Ley de Fosas de 1940 permitió buscar y desenterrar los muertos de un bando, mientras que en el otro lado los fallecidos se quedaron en tierra de nadie, en el olvido y la desmemoria, tumbas anónimas, muertos sin nombre. Más de ochenta años de silencio que dura hasta hoy. Durante muchas décadas tal vez por miedo, pero hoy ese miedo es, según Xulio García Bilbao “un cáncer que avanza y no se puede ignorar”, toda vez que las tierras de la Alcarria siguen escupiendo restos de la guerra civil con más frecuencia que en muchos otros lugares. Siguen aflorando proyectiles, fáciles de localizar, pese a que los muertos que a buén seguro causaron también tienen que estar en algún lado pero resulta mucho más difícil que salgan a la luz. O sacarlos. “El legado que nos dejó la Guerra Civil -afirma el portavoz del Foro de la Memoria- dura hasta hoy. No afrontar el pasado es un error que no cura ninguna herida”.
Los registros parroquiales de difuntos en Jadraque desde la sublevación militar de julio del 36 a la entrada de los nacionales en marzo de 1937 son reveladores, recogen solo el fallecimiento de niños por sarampión y de mujeres. En unos meses en los que el pueblo era un hervidero de soldados y milicianos, zona de paso de tropas y con el frente a la espalda, no constan combatientes fallecidos y enterrados en su cementerio, tampoco represaliados o fusilados civiles o militares. El cementerio de Jadraque era y es municipal pero en el tomo del registro civil que recoge los muertos en su término desde la sublevación a la huída de los republicanos, el patrón se repite, mujeres y niños y poco más: algún soldado, alguna anotación posterior que certifica la adhesión al régimen de un difunto en guerra. Nada fuera de lo normal, según parece, pero lo cierto es que los muertos que no constan en los registros no existen, no se pueden buscar.
Tampoco hay rastro del entierro de un joven soldado jadraqueño republicano en cuyo sepelio ocurrió un incidente que sí recogen las memorias de Vicente Granizo. A día de hoy es un desaparecido más. Es posible que las autoridades republicanas del pueblo no quisieran enterrar a los caídos en el cementerio católico, podría ser, pero tampoco los registraron. Hay quien apunta a una desatención grave de las labores administrativas del consistorio en aquellos primeros meses de la guerra, inmerso en una situación dramática y extraordinaria. Otra explicación es que esa contabilidad funesta se la llevara el ejército republicano consigo y que no se haya conservado o que se custodie en algún archivo militar, fuera del alcance de los investigadores. Hay testimonios que hablan de una gran quema de documentos el día antes de la entrada de tropas nacionales, el 10 de marzo de 1937, pero lo cierto es que a día de hoy el libro municipal de defunciones se conserva tal cual, sin signos de manipulación.
Los registros parroquiales cambian a partir de marzo de 1937, cuando Jadraque pasa a ser zona nacional. El goteo de soldados nacionales fallecidos registrados copa página tras página. El párroco, Valentín García, debía de ser un hombre minucioso: los muertos aparecen con su filiación completa, edad, lugar de procedencia y batallón. No constan apuntes abundantes de posteriores exhumaciones y traslados, pero cualquiera que buscara entonces y ahora a un muerto del bando sublevado en Jadraque pudo encontrarlo. ¿Pero dónde están los demás? La experiencia de Xulio García Bilbao levantando fosas de la guerra civil por los pueblos de Guadalajara es que la negación de su existencia es lo habitual hasta que la evidencia la desmiente, aparece la fosa y afloran los muertos que hasta ese momento se negaban. También deja constancia de la dificultad de acceder a los registros y de consultar determinadas fuentes, además de la escasa o nula colaboración de los responsables de algunos juzgados. Aún así, las cifras que maneja el Foro de la Memoria Histórica de Guadalajara son apabullantes, pero ya sabemos que en Jadraque no sucedió nada de esto. Después de todo, no hay testimonios, no hay registros y no hay fosas. Queda el silencio y cierto espacio vacío al entrar al cementerio, a la izquierda al fondo, que nadie parece querer remover desde hace al menos ochenta y dos años.
(*) “Cruel odisea de los sacerdotes y católicos del arciprestazgo de Jadraque (Guadalajara) en poder de los rojos. 1936-1939”, Valentín García Gonzalo. Valladolid, 1940.
(**) “Testimonios de una batalla”. Pedro Aguilar, Raúl Conde, José García De la Torre y Joaquín Hernández Corral. Ed. Diputación Provincial de Guadalajara y Nueva Alcarria. Guadalajara, 2007.