Cuando éramos chavales

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Imagen de la serie «Salvados por la campana»

Por Patricia Biosca

Cuando éramos chavales, hace un tiempo, nuestra mayor preocupación solían ser los planes del fin de semana. Quedar con los amigos, ir al cine, hacer botellón -aunque suene políticamente incorrecto-, colarnos en las discotecas, hablar con el chico que nos gustaba, poner caras delante del espejo y sacar bíceps. Creernos más mayores de lo que éramos. No salir un viernes o un sábado equivalía a una tragedia griega de proporciones épicas. “Me has jodido la vida”, hemos llegado a decir con rabia a nuestros padres, que no entendían que perdernos unas horas de fin de semana era como el principio de “7 vidas”, cuando Toni Cantó -sin pretensiones políticas conocidas en aquella fecha- se despertaba de un coma de 18 años. “Buah, tío, la que te perdiste”, nos decían mientras ardíamos por dentro escuchando todas las historias que apenas sucedían en una tarde.

Entre semana nuestra obligación eran las clases: madrugar para llegar antes de que sonase el timbre a las 8.30 en punto y empezar la rutina. Solo la molestaban los recreos, en los que nos pegábamos por el último bocadillo de tortilla o aquel cuerno de chocolate con crema por dentro; en el que nos lanzábamos miraditas con los especímenes semejantes “por los que estábamos”; regañábamos por ver a quién le tocaba la pista de baloncesto; o, el día más extremo, intercambiábamos pedradas con el pastor de turno, hinchando pecho como gallitos. Todos formábamos parte de la misma generación, luego englobada como “millennials viejos”. Esos que tenían la serpiente en el móvil y entendían el lenguaje de los toques. Los que hablaban por el chat de Terra desde la biblioteca con gente de su misma ciudad a la que luego no saludaban por la calle. Los que empezaron a poner de moda hablar a través de una pantalla. Esos que ahora dicen que ellos salían a la calle a jugar de pequeños y que no subían constantemente fotos a las redes sociales o que critican a los adolescentes de ahora igual que sus padres criticaban a su generación. Una ley de vida no escrita, que en realidad ya nos adelantaba la película de “El rey León” en los primeros fotogramas y los últimos, acompañado de una música pegadiza.

El caso es que la gente se hace mayor. Se presupone que los años dan madurez, como en los trabajos que, por el mero hecho de aguantar, te suben el sueldo sin valorar tus aptitudes. Los adultos no actúan por impulsos ni hormonas como lo hacían de jóvenes. Por eso pueden hacer cosas como conducir vehículos. Porque se presupone que son responsables. Y los “millennials viejos”, que son mis conocidos, se mezclan con la Generación X, que lloró la muerte de Kurt Cobain; con los que se pusieron hombreras y se peinaron el pelo cardado en La Movida; se unen a los que bailaron con el Dúo Dinámico y con aquel “15 años tiene mi amor” que ahora sería políticamente incorrecto. Todos se juntan en la masa conocida como “población activa” que puede ponerse a los mandos de un coche.

Y todos aquellos que, previsiblemente, tomaron clases en la escuela, que dejaron atrás sus años mozos de locuras y que en la mayoría de los casos tienen una vida llamada “respetable”, se encuentran en un momento, llamado “X”, atascados tras un grave accidente. Se trata de una carretera nacional con tres carriles, dos de un sentido, uno del contrario. El incidente es tan grave que corta toda la vía. En un principio, entre el caos del momento y la falta de efectivos, se montan largas colas de coches, furgonetas y camiones que no hacen sino aumentar según pasan los agónicos minutos. Así, los adultos que conducen sus coches se empiezan a poner nerviosos, a buscar el hueco que les permita ya sea una mejor visión del horror o una vía rápida para escapar de sopor que sienten sin moverse ni un centímetro.

Sin indicaciones oficiales, la ley de la selva, también como en la película de Disney impera: hay enormes camiones que intentan cambiar de sentido bloqueando la única vía que tienen Guardia Civil, Policía, Bomberos y ambulancias de pasar rápidamente para socorrer a los heridos; otros pitan con la esperanza de enterarse mediante el claxon de qué está pasando; algunos cruzan a una velocidad escandalosa con cara de satisfacción por el carril contrario tras una maniobra incierta y no exenta de peligro; otros llevan cara de asustados y van despacio, pero con el cargo de conciencia en su mente reflejado en el rostro; hay incluso quien se para charlar con su amigo camionero, como si estuviese entre clases, para cambiar conclusiones acerca de lo que ocurre metros más adelante. El drama real por el que la gente está parada se olvida y se reemplaza por el drama directo de no llegar a tiempo al destino. Muchos parecen obviar con pasmosa facilidad que posiblemente haya vidas en juego más adelante y los esfuerzos viran en torno al hecho de buscar una situación ventajosa que procure una salida rápida para llegar pronto a la cena.

Cuando miramos nuestras fotografías de adolescentes, podemos llegar a sentir vergüenza por estos pelos, por aquellas pintas o incluso por aquel episodio del que nos arrepentiremos toda la vida. Pero la vergüenza y la pena vividas en aquel momento “X” superan cualquier álbum de fin de curso ochentero o fotolog (como el mío) con creces. Entonces teníamos de excusa a las hormonas. ¿Y cuando nos hacemos mayores?

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