
Rubén (Paco León) y la Jessy (Yolanda Ramos), el paradigma pokero de Homo Zapping. // Imagen: Antena 3
Por Patricia Biosca
Allá por los tardíos noventas, época de mi edad del pavo particular, entre mis coetáneos utilizábamos la palabra “bakala” para referirnos a aquella tribu urbana que disfrutaba con los ritmos machacones tipo “Pont Aeri”, llevaba chándal con corchetes y/o los colores de la bandera de España en un lateral y entre los chicos un peinado que reconocíamos como “tipo cenicero” y entre las chicas una coleta alta y apretada solo despeinada por dos mechones finos delanteros que eran rubios en el caso de las más atrevidas. De repente, no se sabe muy bien cómo, la palabra para definir al mismo grupo cambió y pasaron a llamarse “pokeros” y “chonis”. En aquel momento, yo me quedé perpleja. ¿Acaso había algún matiz en el significado que había cambiado y yo no había notado? ¿Los pokeros llevaban el cenicero y la coleta más alta y yo no me había percatado? Me resistí todo lo que pude para seguir con la tradición “bakala”. Nadé a contracorriente para hacer ver que la palabra no estaba hueca, que aún tenía tanta vida como Dj Nano a los platos de “Música Sí”. Luché por hacer ver que eran nuestros “bakalas” y no sus “pokeros” quienes tenían preferencia. Y luego pasó con los góticos y los emos. Los rokeros y los “guarros”. Los litros de toda la vida, que pasaron a llamarse “catxis” y “minis”, como si fuésemos vascos o madrileños de toda la vida. ¿Pero quién había decidido cambiar el nombre a cosas que todo el mundo aceptábamos antes?
Por fin, un día que no se decir a ciencia cierta cuál, la vorágine de los nombres efímeros pasó entre mis contemporáneos, que se resignaban a no ser chavales nunca más y a perderse entre los nuevos motes, como “sikariona” (que me acabo de enterar que son las nuevas “chonis”) o “malandro”, “raches”, “flako”, “joseador”, “jeva” o “chapiadora” (gracias al señor infiltrado entre jóvenes por chivarle el código secreto adolescente a una yaya). Mientras, ajenos se mantenían vocablos que llevaban mucho tiempo en los diccionarios -porque todo el mundo sabe que las palabras divertidas, como “cocreta”, “indición”, “cuete” o “almóndiga” están fuera de estos endemoniados libros- y que incluso se habían vuelto un mantra entre el género cuñado. Feminismo era uno de ellos. “Yo soy feminista” era un mensaje políticamente correcto, incluso buenista. Todo el mundo lo entendía como igualdad entre sexos, y así lo ponía (y lo pone) en la RAE: “Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”. Todo el mundo lo usaba de apellido, todo el mundo quería una pegatina, todos eran todas y decir lo contrario estaba mal visto.
Y, de repente, todo cambió. Se empezó a equiparar con movimientos radicales como el nazismo (que, también según la RAE, y para aquellos que se hayan perdido las clases de historia, quiere decir: “Movimiento político y social del Tercer Reich alemán, de carácter totalitario, pangermanista y racista”). Ya no era bueno, ya no era puro, ya no era correcto, ya no era aceptable. Y mi rabia lingüística volvió a aflorar. ¿Pero qué invento es este? (Sara Montiel dixit). Díganme en qué momento la palabra dejó de significar lo que me enseñaron los libros de texto y mis profesores del colegio para convertirse en un insulto, en una vergüenza, en todo lo contrario de lo que me enseñó mi madre. En el mundo al revés actual está mejor visto llamarse a uno mismo “puta” que declararte feminista.
Como me parecía igual de absurdo que el peinado cenicero, pensé que la moda arreciaría y se quedaría en la anécdota. Al fin y al cabo, los bakalas cambiaron y la mayoría se puso traje para ir a trabajar; pero una palabra que designaba una causa por la que muchas personas (de uno y otro sexo) habían muerto no podía ser tan efímera como la gomina en el pelo. Así que hoy veo con horror como gente que debería ser referente dice que “no es feminista”, como hace unos días afirmó el alcalde de Guadalajara, Antonio Román. En su discurso durante el Pleno de Guadalajara decía esa frase que hace unos años habría sido motivo de roja directa y expulsión, pero que ahora algunos vitorean como el “vivan las caenas” al paso de Fernando VII.
Conste que estoy de acuerdo con el primer edil en algunas cosas de su discurso: muchos, de uno y otro lado, utilizan la igualdad para hacer política, convirtiéndola de un derecho a un arma arrojadiza. Pero no debemos olvidar la fuerza de las palabras, que componen la política. Y cambiar el significado de las palabras -incluso cuando está de moda hacerlo- es una forma de demagogia, otro interesante vocablo que quiere decir “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”. Porque equiparar el fascismo o el comunismo con el feminismo es como comparar “los cojones con la velocidad” -que diría alguien que yo me sé y que es igual de certera con el verbo que con la aguja-: rompe el continuo espacio-tiempo al que se hacía referencia en la idolatrada “Regreso al futuro” al poner en el mismo saco movimientos que subrayan la diferencia con otro que promueve justo lo contrario. Como si Marty McFly la hubiese liado parda en el pasado y no lo hubiera arreglado.
Esperemos que sea una moda que nunca más vuelva, como el cenicero. A pesar de que los pantalones de corchetes ahora sean el último grito, quiero pensar que hay esperanza.