Por David Sierra
Nunca supo que sería su vocación. Cayó en el puesto por una de esas casualidades que tiene la vida. De estar en el lugar y a la hora adecuada. Y cuando decidieron que era demasiado tarde para retroceder, la eligieron. A ella, que no tenía ni puta idea. Que su único vínculo con ese cargo era que le encantaba leer. De todo. Y a todas horas. Hasta que caía rendida por las noches. En el tren, cuando el paisaje se ocultaba entre paredes de naves industriales y no había mirada con la que ganar la lejanía. Le entusiasmaban las letras que ahora la condenaban.
Hacía años que el pueblo, su pueblo de toda la vida, no contaba con biblioteca. En la memoria estaba el cuartucho que un verano habilitaron algunos jóvenes, hoy adultos acomodados en los quehaceres de otros estilos de vida, donde ofrecían libros donados por otros particulares que ya no podían acogerlos en sus estanterías. Muchos eran tebeos. De Zipi y Zape, de Mortadelo, del Capitán Trueno o de Rompetechos. Y uno con tapas acartonadas de Conan El Bárbaro, que casi siempre estaba de préstamo. También había muchas biografías. De relevantes personajes históricos. Y libros de telenovela.

Movimiento ‘Biblioresistencia’ protestando en Toledo / Foto: eldiario.es
El servicio lo atendía otra joven, como ahora ella. Para catalogarlos había gastado cientos de horas de su tiempo libre. De sus estudios. Y de su empleo a media jornada en una pequeña oficina de la ciudad, a donde se desplazaba a diario. Cada ejemplar contenía en una cartulina pegada en la primera página el nombre y autor, junto con una tabla en la que se podían leer los nombres de quienes antes lo habían manipulado y las fechas de préstamo y entrega. Todas las noches de ese verano de hace ya más de treinta años, cuando la plaza se alborotaba al fresco, la biblioteca abría sus puertas. Y las aceras se llenaban de chavalería sentada con la espalda apoyada sobre el bajo de la pared de las casas, afanados con la lectura que sostenían sus rodillas.
Cuando el verano cerró sus puertas, también lo hizo la pequeña biblioteca. El invierno favoreció el olvido. Tampoco ayudó que al año siguiente la bibliotecaria estuviera ausente. El material bibliográfico acabó en cajas. Después en un almacén. Tras varios intentos por desempolvarlos que nunca cuajaron. Como siempre, no había voluntad, ni recursos, ni tiempo. Después los pueblos se quedaron sin niños, sin gente. Sin vida y, por supuesto, sin que leer.
Ella ha sido ahora la nueva encargada de retornar la ilusión. Ganas no le faltan. A pesar de que ya hace varios años que lidera un proyecto de esos que comienzan de la nada. Más por necesidad, que por afán. Pero que poco a poco ha ido ilusionando con sus propuestas. Allá donde el bibliobús no llega. El tiempo ha pasado tan rápido que los recuerdos de los inicios son ya lejanos a pesar de ser tan solo un par de años. Ideas que parten del ímpetu por aprovechar un espacio y un material. Dar con la persona adecuada es siempre la mejor garantía de éxito.
Las bibliotecarias de estos tiempos son los nuevos superhéroes de la España vaciada. Rodeadas de los mismos libros de antaño, luchan por incorporar nuevos ejemplares sobre los que incentivar esta actividad. Han sustituido el silencio por la palabra en voz alta. Pero narrada. Con horarios infames, supeditados a las extraescolares, dedican su tiempo a enseñar y conocer a través de la pasión que despiertan los libros. De la imaginación de sus autores y de ellas mismas por convertir en apasionado cualquier texto. En los territorios donde ‘no hay nada que hacer’ proyectan un pequeño halo de luz. Son maestras, cuentistas, magas de las letras, luchadoras por conseguir que en horario no lectivo los libros tengan éxito. De ahí surgen los bicicuentos, la poesía bajo las estrellas, los certámenes narrativos y una gran cantidad de propuestas que tienen su máximo esplendor en el Maratón. O los maratones, que la copia cuando es buena bien lo merece. Son ellas las que con su dedicación han hecho que la lectura ocupe el lugar que en cada pueblo nunca debió desaparecer.