
Las autodenominadas «abasfans» en un mitin de Vox en Vistalegre. // Foto: Twitter
Por Patricia Biosca
Hace unos años, alrededor de una década, la política era un tema de tedio, sinónimo de trajes grises, de hombres maduros con gesto serio que contaban cosas aburridas acerca de producto interior bruto e inflación y que salían todos los días en las noticias. Por aquel entonces, decir “no me interesa la política” era lo más políticamente correcto, y el bipartidismo se repartía tranquilamente cada cuatro años el poder por márgenes más o menos ajustados. Y el esquema se repetía desde la escala nacional a la local, si bien esta última a veces era interrumpida por algún partido disidente que conseguía su pequeña parcela de poder, que apenas eran migajas. Pero hete aquí que un día se rompió este “equilibrio” y surgieron nuevos partidos que en la era de las redes sociales mostraron que la política puede ser “guay”, “cool”, “trendy”. Y entonces los políticos se convirtieron en las nuevas estrellas del rock.
En realidad, no han inventado nada. Algunas de nuestras abuelas confesaron votar a Felipe González porque era “el más guapo” llegado en la nueva ola política tras la Transición. González era como el Julio Iglesias de la política: mientras el primero conseguía su primera mayoría absoluta y se hacía con el Gobierno, el segundo reventaba las listas de éxitos con “Hey!” -¿Casualidad? No lo creo…- Pero como todo el mundo sabe, la música cambia con los tiempos. Y en las épocas del rap algunos cogieron la cadencia de las rimas para acercarse a quien nunca votó y no tenía intención de hacerlo; o se aplicaron el “girl power” tan de moda ahora pero que ya pregonaban las Spice Girls antes de la marcha de Geri Halliwell -nunca te lo perdonaremos, Geri-; o se fijaron en las “boy bands” de finales de los noventa para intentar seducir tanto a modernos como a nostálgicos.
Por lo menos yo me sentí un poco groupie -sin el componente sexual, no piensen mal- esperando a Albert Rivera el otro día en la Calle Mayor. En el ambiente se respiraba una rara mezcla de incredulidad porque el líder de Ciudadanos, el Nick Carter de los naranjas, estuviera en la ciudad, con expectación ante la llegada del novio de Malú.
-¿Qué pasa hoy aquí?- preguntó un tipo que sin duda pegaría como cantante en cualquier banda alternativa: gorra de propaganda de caja rural, mochila a la que le colgaba un casco y plataformas de marca Champion.
-Que viene Albert Rivera.- le dicen.
-Pues me voy a quedar a ver. ¡Gracias!- Y allí se queda, en un rincón, esperando a verle pasar.
Los medios se arremolinan y la gente se pone nerviosa. Se nota incluso en los policías de paisano, que empiezan a tomar datos de unos chavales con camisetas políticas. “Tengamos la fiesta en paz”, le advierte a uno de los jóvenes el que hace de “poli malo”. De repente, tras 45 minutos de espera, desde la plaza Mayor aparece un sonriente Rivera que cruza la calle como una exhalación. Los periodistas se agolpan a su alrededor, intentando sacarle alguna declaración. Una señora que ha parado de casualidad en su ruta diaria a por el pan se queja de la rapidez con la que el Gary Barlow de Ciudadanos ha pasado por delante de sus narices. “No me ha dado tiempo ni a echarle una foto”, se lamenta mientras guarda su móvil.
Dentro del bar da su speech rodeado de los suyos en un lugar estratégicamente elegido para que en la foto que luego subirá el community manager a sus redes sociales se intuya el éxito absoluto de convocatoria. Da la sensación de que es el mismo discurso que ofrece en todos lados en el que cambia solo el lugar y un par de frases para hacer el guiño a sus fans, como hacen los mejores cantantes en sus conciertos. Después, la carrera de precampaña, como la gira de la estrella de rock, continúa. Mientras, los “riverers” suben fotos a sus redes sociales dejando constancia del bolo, agradeciendo al líder su aparición fugaz y perpetuándola en el mundo online por los tuits de los tuits. Amén.
Pero aquí todos quieren su trozo de pastel, sus groupies rubias, su “one hit wonder”. Y si en Guadalajara hay una banda rival de Ciudadanos, un N’Sync de Backstreet Boys, un West Coast contra East Coast, esa es Vox. En una provincia en la que están en juego tres escaños y los clásicos (PP y PSOE, que serían algo así como la filarmónica de Génova y la Cecilia socialista) seguramente se repartan dos de tres; así como el hecho de que entre el “beefeo” que tuvieron Ciudadanos y Vox en las pasadas elecciones de abril apenas hubo una diferencia de 2.000 votos, está clara la importancia de Guadalajara como escenario. Por ello Rivera se adelantó con unas cañas apresuradas al gran concierto de Santiago Abascal sobre las tablas del Buero Vallejo del viernes.
Las diferencias fueron palpables: Abascal se presentaba como un Freddie Mercury -en versión súper heterosexual, por supuesto- delante de los guadalajareños, que planificaron su viernes para acompañar al macho alfa como cuando ahorras durante meses para ir a ver a tu artista favorito de todos los tiempos. Y llegas, y gritas cual colegiala, te emocionas, lloras. “¡Presidente, presidente!” se escucha entre el gentío, que incluso se quedó fuera después de que Abascal colgase el “no hay entradas”, a lo Rosalía del conservadurismo. Aún así, quiso hacer un guiño a sus acérrimos seguidores (los “abascalers”) y salió con megáfono en mano para hacerles un resumen de lo que después diría dentro. Lástima que no acabara con la canción predeterminada que llevan todos los megáfonos, con “Titanic” en modo orquesta.
Al menos he inventado un nuevo juego con estos vídeos: cada vez que digan la palabra “España”, chupito. Es posible que acabe creyéndome la reencarnación de Amy Winehouse. O de Rita Barberá. Y eso que esto es solo la previa y nos queda un mes. Vayan reservando sus asientos, que se promete un gran espectáculo.