
Placa de advertencia en los autobuses ALSA. // Foto: P. B.
Por Patricia Biosca
Es jueves. Son las 8.45 horas y ya estoy esperando en una exasperante cola. “No tendría que estar aquí”, pienso mientras la parsimonia de la señora que tengo delante y que le cuenta en verso su vida a la taquillera está agotando mi poca paciencia recién levantada. Me ha llevado hasta allí un cúmulo de catastróficas desdichas, empezando por ese momento en el que mi veinteañero coche -es joven de espíritu, aunque sus achaques digan lo contrario- me dejó tirada en la A2 ayer. A partir de ahí una cascada de circunstancias, un torrente de infortunio, ha causado que esté en aquella cola, aguardando para sacar un billete de ida hacia mi trabajo. Como las oscuras golondrinas de Bécquer, como la Navidad, como los cuñados, como la salsa rosa de los entrantes que hace tu madre en Nochebuena… Yo acabo de regresar al ALSA una vez más. Y así fue el reencuentro con mi vieja amiga “tragahoras” antes conocida como Continental.
Escribo desde la rabia de la gente que no soporta a otras personas lentas a las nueve de la mañana (ni a las seis de la tarde). Ver pasar el autobús en tu jeta mientras la señora parlanchina es la última pasajera que admite el conductor me crea la misma furia asesina que cuando mi madre me promete una comida rica y acaban apareciendo unos tristes espárragos blancos de lata encima del plato. En este mismo momento soy un ser llegado desde el inframundo con látigos de fuego y mucha, mucha mala leche. Cuento hasta diez para que se me pase el cabreo irracional y me siento a pasar frío en los incómodos bancos blancos de hierro, que son el único ofrecimiento amable de esta estación que se cae a cachos. ¡Oh, cuánto te echaba de menos!
Mientras le doy vueltas a que soy la persona que más odia del mundo, llega el siguiente autobús. Pensando que Hitler a mí lado era más adorable que los gatitos de los Power Points de antaño, ingreso en una nueva cola. Otra mujer que se ha debido de percatar de mi cara de culo intenta darme palique. La despacho con una mueca que pretendía ser una leve sonrisa, mientras me señalo los auriculares para hacerle ver que no la escucho y que no tengo intención de hacerlo. Ella pilla la indirecta. Yo tengo que pensar en la siguiente miniprueba que me aguarda: consciente de que soy de esos pasajeros incómodos que se bajan en paradas muy mal situadas de las que luego le cuesta salir al autobús, mi intención es preguntar al conductor que si sigue estacionando en aquel lugar infernal. Cuando sonríe con su compañero ante una chanza de la que no me entero, albergo algún tipo de esperanza de que no me ladre. Lo mismo es mi día de un pelín de suerte y le pillo contento.
—Perdona —yo no soy de llamar de usted a nadie, salvo a gente con tanta experiencia vital que se le note en la cara—, ¿este autobús para en la pasarela de La Razón? —le pregunto con la cara más cándida que puedo poner a esas horas de la mañana. Se vuelve hacia mí y con una mirada que habría helado la sangre del mismísimo Belzebú (recordemos que hacía tan solo 30 segundos estaba riendo con su coleguita), me suelta un cortante y perdona vidas «Sí» que no deja lugar a dudas: la parada aún está vigente y ese señor me odia mucho más que yo a la señora pesada. C’est la vie.
Busco un confortable asiento al lado de la ventana y cerca de la puerta de atrás —para intentar ser lo menos porculera posible— y me acomodo. La calefacción a su justa temperatura permite que me quite el abrigo y la bufanda para utilizarlos de mullida almohada sin pasar frío. El autobús se va llenando y una chica pelirroja se queda frita a mi lado a los dos segundos de arrancar. “Bendito súper poder de dormir en los transportes”, me digo mientras la miro de reojo. Enfilamos la nacional y un sol que me da directamente en los ojos me recibe. Me sorprendo con un sentimiento de paz y tranquilidad y no un “mierda, me he equivocado de fila” rondándome la mente inquieta. Se me va pasando el cabreo. Miro por la ventanilla y observo a lo lejos los Cerros de Alcalá, con lomas que parecen sábanas pellizcadas en el punto más alto y dejadas caer a su aire por una gigante mano invisible. Allí están el Monte del Gurugú, el Suleimán o el Ecce Homo, parajes mil y una veces contemplados pero pocas recorridos.
Mientras mi mente está absorta en estos y otros pensamientos a ritmo de la música que sale de mis auriculares me despierta de mi ensoñación una voz: “Próxima parada centro comercial La Dehesa”. ¡Habla! ¡El autobús habla! ¿Desde cuándo han puesto megafonía en los viejos autobuses? Me siento urbanita, me siento casi casi madrileña. Me siento hasta europea, fíjate lo que te digo. Nosotros, los que aguantaron los románticos y poco prácticos abonos de papel hasta hace dos días, los que tenían los buses más tartanas de toda la red, los de la línea desconocida para la mayoría de madrileños. Esos mismos ¡ahora tienen una voz que les chiva las paradas!
Se acerca mi lugar de destino. Acciono el botón de “parada solicitada”. El conductor me apea en el lugar adecuado y cruzo la pasarela pensando en el viaje, en el que me he deleitado mirando distraídamente por la ventana. Lo cierto es que estoy más descansada que cuando afronto al volante cada jornada, lo que me ha permitido escribir gran parte de lo que ahora estás leyendo. Y termino con la sensación de que el ALSA es muy parecido a los bares en los que ponen pachangueo. O a las parejas. De vez en cuando, se disfruta; pero todos los días desemboca en una rutina que le hace perder la magia. Por si acaso, no se lo diré a mi coche, no sea que no perdone mi infidelidad. Yo aún prefiero sus asociales silencios matutinos.