Por David Sierra
En la ciudades como Madrid, algunos, los más espabilados intuían lo que podría pasar. Y cuando el temporal apenas se divisaba, ya habían previsto que estarían en paro una larga temporada. Empleos privilegiados y sueldos acomodados permitían el resto. Lanzarse a la carretera en plena alerta. Para acabar en aquel apartamento de playa, en esa casita en la sierra o en la vivienda heredada en esa pequeña aldea cuyos habitantes, tan sólo unas semanas antes, imploraban a las administraciones para sobrevivir al fenómeno de la despoblación.
Llegaban expuestos, cargados de papel del culo y con un maletero repleto de víveres vaciados de algún supermercado en el trayecto de huida durante la ola de pánico. Por una vez, el pueblo se convertía en la salvación de aquellos que tanto lo habían despreciado. Un refugio de insensatos infectos y desconsiderados. Como si el hecho de vivir sin servicios les pusiera a salvo.
Y trajeron el miedo a las calles. Sembraron temores en una población ausente de caras jóvenes y abarrotada de garrotas, boinas y dentaduras protésicas. Invadieron la paz con la insensatez que les convertía en propagadores de ese virus que primero fue presentado como gripe, ensalzado a epidemia y entronado en pandemia, tan letal que es preciso para su erradicación una extraña ‘cuarentena’. ¿Y cómo le explico yo al Braulio, que aunque ni truena, ni llueve ni nueva, no salga a darse el paseo de las eras a las bodegas?
Cuando Sánchez, el presidente, estaba anunciando en pantalla el ‘estado de alarma’, en la plaza de algunos pueblos los pocos niños que aún aguantan la soledad, se reunían de costumbre. Jugaban, ajenos a una situación que se vislumbraba lejana en el tiempo y en el espacio, concerniente únicamente a los que han decidido convivir rodeados de asfalto, hormigón, rascacielos y semáforos. Y truncada su libertad al instante por el despreciable pavor de los camaleones de seto y chalet.
La situación que nos ocupa en cuanto que afecta a la salud preocupa. Pero los atentados contra salud se manifiestan de muchas maneras y todo se ha centrado en lo que la daña mediante eso que llaman coronavirus. El decretazo del encierro social a modo de Gran Hermano ha tenido por parte de las administraciones las máximas consideraciones para el ciudadano de la gran ciudad. Pero se ha vuelto a olvidar de la zona rural y de quienes las habitan. Establecimientos alimentarios han superado el veto, pero ni las organizaciones agrarias ni los representantes públicos se han acordado de quienes producen ese básico sustento, mientras aplazaban sus reivindicaciones por la pandemia.
La recogida del espárrago, en nuestra provincia, está a las puertas de iniciar la temporada. Y a estas alturas, los agricultores apenas encuentran manos dispuestas a doblar el riñón para obtener un jornal. El miedo ha hecho mella en buena parte de esos trabajadores inmigrantes que viven una incomprensible realidad, estigmatizados en aquellos lugares donde llegan por considerarles posibles portadores de la enfermedad. Y, al mismo tiempo, cautivos por trabajar en numerosas cuadrillas de auténticos desconocidos. Hay miedo, me cuentan. Y cuando las puntas de los trigueros comiencen a romper la tierra, veremos cuántos son los valientes que se atreven a hundir el escardillo en ella. La producción, peligra. Y con ello también la salud de toda una comarca. Veremos cuando vengan las consideraciones, si los remedios llegan también para los olvidados.