
Banderas a media asta en señal de duelo. // Foto: nuevaalcarria.com
Por Álvaro Nuño.
No me puedo imaginar el dolor que estarán sufriendo las 105 familias de Guadalajara cuyos abuelos o abuelas, padres y madres, tíos, hermanos, sobrinos, primos o amigos hayan sido ya víctima del coronavirus. 105 muertos llevábamos ayer y se dice pronto. Tengo la terrible sensación y el hondo remordimiento de que estas 105 personas, estas 105 vidas se han marchado casi sin que nos demos cuenta. Y el goteo incesante continúa, porque el miércoles 1 eran 100 y el martes 97, y el lunes 93. Así, a una media de siete muertos diarios que seguirán en los próximos días y parece que no queramos asumir como sociedad. Creo que no estamos reflexionando -y me pongo yo el primero- sobre la gravedad de esta pandemia y sobre sus consecuencias más terribles, que no son los infectados, ni los hospitalizados, ni mucho menos el número de test que llegan o no llegan a España, ni siquiera las mascarillas y los equipos que les faltan a los hospitales y a las residencias de ancianos, ni las miles de personas que se han ido al paro en quince días, ni las decenas de empresas que se han visto obligadas a cerrar, ni mucho menos los detenidos por saltarse la cuarentena o los aplausos diarios desde los balcones. Todas esas cifras son tremendas y terribles, pero no se pueden comparar con que en menos de quince días ha habido más de cien muertos en nuestra provincia.
Si uno se de una pequeña vuelta por los medios de comunicación provinciales, se da cuenta inmediatamente de que se intenta huir en los titulares de resaltar el número de fallecidos. No aparecen y se informa antes de los ingresados y de los contagios, pero se intenta evitar poner la cifra de muertos. En cualquier otra situación, sería noticia de portada en todos los periódicos o radios. Cuando se recuerda el 11M, nos viene inmediatamente a la cabeza el número de víctimas, o el del incendio de la Riba de Saelices. Esto no tiene comparación cuantitativa. Es como si esa noticia se repitiera todos los días y ya nos hemos acostumbrado a oírla. Nos aferramos a las curvas y a su evolución, a las protestas por la sangrante falta de medios de los sanitarios y del personal de las residencias de ancianos, a las críticas de los sindicatos del sector y de la oposición sobre la gestión de la catástrofe, al estrés que nos puede suponer estar metidos en casa quince días o un mes sin salir. Pero mientras tanto, cada día mueren cinco personas en Guadalajara y eso no parece noticia y no nos paramos a pensar en ello.
De hecho, si uno consulta los datos oficiales que ofrece diariamente la Junta de Castilla-La Mancha, en primer lugar se informa de los afectados, después de los hospitalizados, los que necesitan respirador, los dados de alta y sólo en quinto lugar de los fallecidos. Parece como que no queremos verlos, como que nos queremos ocupar de los vivos y a los muertos, pues eso, darles por muertos ya porque no podemos hacer nada por ellos. Incluso no se informa de su perfil, poca información hay de su edad, de su procedencia, de si eran hombres o mujeres, de cuánto tiempo de media estuvieron ingresados en el hospital antes de pasar a la morgue, de sus historiales clínicos,.. Es difícil encontrar esta información, desconocemos de si porque los médicos no pueden perder el tiempo ahora mismo con los muertos porque están intentando salvar la vida a lo vivos, o porque realmente esta información es clínicamente poco relevante.
Lo cierto es que es una tragedia social y personal. El miércoles 18 de marzo, no había ningún fallecido en Guadalajara y quince días después 105 de nuestros vecinos han fallecido víctimas del fulminante Covid-19. Si lo calculamos es una media de siete muertes diarias, siete personas con nombres y apellidos, con vidas, con familias, y que sin embargo han quedado sepultados por la ingente cantidad de información y de preocupaciones que nos alerta. El duelo es todavía mayor porque sus familias y amigos no han tenido la oportunidad de despedirse de ellos, han muerto en la más absoluta soledad, acompañados de médicos y enfermeras que seguro que le han intentado salvar la vida hasta el final y que incluso habrán suplido esa ausencia de los seres queridos con una mano cercana aunque sea cubierta por un guante de látex. La imagen se me antoja terrible fuera y dentro del hospital. Se llevaron un día a ese padre, a esa madre, a ese abuelo, a ese amigo en una ambulancia y no le volvimos a ver. El hospital nos tuvo informados diariamente de su evolución, pero si esta es negativa, cada día la llamada se convertirá en más angustiosa hasta el fatal desenlace. Y después al crematorio pero sólo, con cada hijo en su casa con los nietos sin poder salir, sin poder darle el último adiós, sin la posibilidad de consolarse unos a otros.
Sólo les queda el consuelo de las redes sociales, donde sí abundan ya las muestras de condolencia de amigos, familia y conocidos. Se han convertido es las nuevas esquelas de las iglesias, en los antiguos obituarios de las páginas de sociedad de los periódicos locales, donde la gente muestra su cariño por el ser querido perdido, donde ensalzan su figura e incluso se le recuerda con alguna vieja fotografía en blanco y negro, mientras que la gente acompaña el sentimiento con un mínimo «D.E.P.» en los comentarios. Así nos hemos enterado del fallecimiento de un buen número de ex-concejales veteranos del PP y del PSOE de la provincia, como Ezequiel de Alovera; Luis Herrera, de Molina de Aragón; Jesús del Castillo, de Marchamalo; de Narciso Arranz, alcalde de Cantalojas; o Carlos Torres, de Guadalajara capital. Son personas que, en una etapa de su vida, decidieron trabajar para sus vecinos y poner su granito de arena. Y, por lo que podemos leer, buena gente, abiertos, activos y que han dejado un buen recuerdo en los demás.
Pero no solo a políticos se ha llevado por delante el maldito coronavirus. Desde nuestra pantalla también nos hemos enterado y hemos tenido que dar el pésame a personas de todos los ámbitos, como a «Juanji«, uno de los fundadores del grupo del folclore «Gaiteros de Villaflores» y miembro de la Cofradía del Cristo Yacente. Entre todos estos terribles testimonios, el que ofrecía Dani, dueño de una de las salas de fiestas más conocidas de la capital, en un desgarrador vídeo contando todavía con lágrimas en los ojos lo que es «no poder despedirse de un padre ni abrazar a tu familia». Esa es la mayor de las tragedias que estamos viviendo estos días y que no deberíamos olvidar.
Y a lo mejor, así, a los aplausos de las ocho de la tarde por todas aquellas personas que siguen trabajando y jugándose la vida para que nosotros vivamos, se podría acompañar un minuto de silencio por las verdaderas víctimas del coronavirus, esas que ya no volverán, muchas de ellas mayores que sobrevivieron a la guerra y al hambre para morir ahora solas en la cama de un hospital o de una residencia de ancianos que ellos contribuyeron a levantar después de una vida trabajando duro. Las banderas de muchos municipios ondean ya a media asta en señal de luto y de pesar por todos los fallecidos y como señal de apoyo conjunto a todas sus familias. Y este artículo modestamente también va por ellos. Descansen en paz.