Por David Sierra
Cuando coincidimos en el supermercado, nos saludamos. Desde que dejara su Afganistán natal en busca de un futuro mejor, ha luchado por tierra, mar y aire hasta llegar a nuestro país. Recuerdo cuando nos conocimos en esa misma tienda de barrio. Me abordó entre indicaciones y signos para preguntarme sobre un producto. Aunque chapurreo el inglés, él no lo entendía o quizá mis expresiones no fueran todo lo correctas que debían. Quién sabe. El caso es que salimos de la situación con éxito y pudo llevarse lo que andaba buscando. Fue el inicio de una relación de confianza que ha perdurado hasta la actualidad.
Un día, también con la cesta de la compra entre medias, me pidió que le revisara el currículum. Tenía una entrevista de trabajo y quería causar buena impresión. El lenguaje de signos volvió a ser nuevamente nuestro medio de conexión. Se postulaba para ocupar un puesto en un almacén. Y quería explicar a la empresa de trabajo temporal que gestionaba la oferta su excelente formación en ese ámbito. Me insistía constantemente que resaltara su conocimiento en el manejo de cualquier maquinaria de carga, descarga y movimiento de mercancías. Se le veía precoz y con gran entusiasmo. Y se tomó al pie de la letra mi ofrecimiento para echarle un cable.
A los pocos días, volvimos a coincidir. De nuevo, al final de una de esas tardes otoñales. Llevaba escrito en un pedacito de papel la dirección de una empresa ubicada en uno de los polígonos del Corredor. También llevaba apuntada una hora concreta. Me lo mostraba con algo de nervios y excitación a partes iguales. En apenas un par de meses había conseguido trenzar algunas frases y me señalaba que aunque le costaba aún expresarse, entendía el idioma. Me preguntó cómo llegar a ese lugar. No tenía vehículo y su única alternativa era el transporte público. Tras mirar la situación en la aplicación de mapas del teléfono móvil, le guie por la alternativa más segura y rápida. Y aunque afirmaba con la cabeza que se había enterado de lo que le dije, la duda sobre si llegaría a la cita puntual estuvo presente hasta que volvimos a encontrarnos.
Ese día, nos tendimos en un abrazo. No paraba de decir “muchas gracias” con un acento tan peculiar como indescriptible. Había conseguido el trabajo. Después de ese episodio, los encuentros fortuitos se saldaban con preguntas que iban más allá de la cortesía. En todo ese proceso nunca le vi perder la sonrisa.
La última vez que coincidí con él llevaba mascarilla. Este maldito virus le había dejado algo mermado y hacía la compra con cautela. Me preguntó por un par de precios y ofertas. Al instante, se vino abajo. Había perdido el empleo y, en parte, su salvoconducto a la residencia. Su situación, al menos, contaba con algo de protección. Diferente a la de alguno de sus compañeros de piso, decía, ilegales por decreto y para quienes el confinamiento se había convertido en su enterramiento.
En estos momentos en los que apremiamos a la solidaridad como fórmula para combatir la situación de vulnerabilidad socioeconómica que está dejando la pandemia, en estos momentos en los que trabajadores, autónomos, empresas, estudiantes, pensionistas y parados solicitan al Estado y al resto de administraciones su implicación para paliar la recesión, son aquellas personas que quedan fuera de cualquier prestación las que peor futuro les aguarda. Es tiempo de ser humanitarios y de entender que en situaciones como la actual, la única bandera que puede envolver a las personas es la de la humanidad. Y por tanto, es humano tender la mano a aquellos que han pasado la epidemia entre nosotros a pesar de que un día llegaran a hurtadillas por el resquicio de las fronteras. Que ningún papel pueda ser más letal que esta enfermedad.

Inmigrantes llegando a España en época del coronavirus. / Foto: EFE