Por Gustavo García
Días estos de fin de curso y de exámenes de la EBAU. Algo que sirve para reflexionar y contemplar desde un ámbito, no muy alejado, aunque tampoco desde dentro, de por dónde se mueven hoy en día los dimes y diretes de la enseñanza en nuestras aulas. Al margen de lo que ocurre en las de los más pequeños en los colegios, que también tienen lo suyo, nos vamos a centrar en esta ocasión en las circunstancias y peculiaridades que rodean a los adolescentes: en ESO, Bachillerato, FP/Ciclos…
Edades complicadas las de estos chavales que se enfrentan a una época tan importante de su vida. Cierto y un hándicap con el que deben lidiar los docentes. Ahí es donde vamos, a los DOCENTES. Esos que tanto echamos de menos, con mayúsculas. A los que observamos con esa cierta distancia el comportamiento de alumnos y profesores, dentro de las circunstancias que conllevan esta segunda década del siglo XXI, nos acabamos decantando –como si de un combate se tratase, que no lo es, ni mucho menos– por la parte, en teoría más débil: los alumnos.
Recalcábamos eso de las mayúsculas porque, como en cualquier ámbito de la vida, cuando te encuentras a un profesional que conoce, aprecia, vive y practica su trabajo con vocación y elegancia, es algo que te satisface y llena de orgullo. De ahí que, en el momento en que vienen mal dadas, se tuerce el asunto y aparecen los problemas con los chavales de esas edades tan difíciles –lo que no les disculpa de su comportamiento casi en ninguna ocasión–, ahí es donde tiene que aparecer la persona madura que sabe hacer su tarea para la que se supone se ha preparado durante unos años, no sólo en el aprendizaje teórico, sino también en las prácticas que llevan a cabo. No tiene que ser fácil. Lo tendremos que reconocer desde fuera. Sin embargo, la preparación de los profesores de Secundaria, con la idea previa de saber adónde se meten, debería servir para resolver casi todas las dificultades de la manera más justa y eficiente que puedan.

Pues bien, lamentablemente hay comportamientos de docentes que no se merecen la caja alta de las letras que conforman dicha palabra. Visto lo visto y, tras unos años en los que hemos comprobado desde la perspectiva de padres, las diferentes actuaciones de cada uno, hay una conclusión evidente: desde hace tiempo la vocación en la mayoría de los docentes no existe y es una alegría, como ocurre, por desgracia en otros ámbitos, encontrar alguna excepción que confirma ese escaso nivel profesional exhibido. No cabe duda de que también en éste influye siempre sobremanera la actitud y personalidad de cada uno para saber afrontar tantas y tantas complicaciones que se dan a lo largo de un curso. Pero, no es menos cierto, que la profesionalidad de algunos deja en evidencia a otros muchos.
Las consecuencias se vienen demostrando en el bajo nivel intelectual de los alumnos. Hay profesores que desde los primeros días de clase ya catalogan a los buenos y a los malos. Muchas veces, y no me lo invento, se lo aseguro, no se preocupan de hacer un esfuerzo para incorporar al carro del desarrollo normal del curso a un número mayor de alumnos, no. ¿Para qué? Eso supondría un sobreesfuerzo que –ahí sí que van servidos, es de lógica reconocerlo– no siempre se está dispuesto a añadir. Y, al final, qué ocurre. Que cada uno sale por donde puede. Quienes han trabajado más o se han tenido que esforzar al margen de las propias clases de los centros, acaban normalmente sacando resultados satisfactorios y los que se han dejado llevar o pretendían comprender las materias solamente con las lecciones en clase, si no son capaces de seguir el ritmo por sus mejores y propias capacidades intelectuales, fracasan.
Dónde están los profes
Entonces, ¿dónde están nuestros profesores?¿Qué ha quedado de ellos?
Una de las explicaciones que en estos convulsos tiempos de crisis económicas consecutivas, rebozadas de pandemias y dificultades para todos a la hora de compaginar enseñanza y aprendizaje, es la llegada a la docencia de licenciados de otras carreras que, ante las dificultades para encontrar una salida laboral en la profesión que inicialmente eligieron y, en la que se formaron, recalan en la enseñanza como válvula de escape. Esa llegada al trabajo por el trabajo y no a la tarea diaria para cumplir con interés los preceptos de transmitir sus conocimientos y los de los distintos autores a los adolescentes, es fatídica para los jóvenes que luchan por ir labrándose un futuro desde estos niveles educativos.
En definitiva, una palabra sí que define toda esta problemática: vocación.
Tratando con otros padres, con alumnos y con profesores implicados hemos observado este tipo de comportamientos. Tan diferentes en unos docentes y en otros, generalmente para mal.
Y es que, con lo anteriormente expuesto, los adolescentes se ven más veces abocados a dejar de luchar por sus objetivos que a defenderlos con orgullo y mayor esfuerzo si cabe. La labor psicológica de sus progenitores se antoja –al igual que en esa parte de la educación que les corresponde– primordial en esos difíciles momentos.
Cuando se trabaja y desde casa se ve; cuando se intenta subir nota o se cumplen las directrices que el profesor de turno marca para valorar la capacidad intelectual, de sacrificio y de esfuerzo de los alumnos; cuando no hay comportamientos negativos ni de mal rollo hacia nadie… y, no se es capaz a veces de subir unas décimas vitales para las notas medias, entonces da mucho que pensar. Y, si las explicaciones que se ofrecen a estos jóvenes son del tipo que “porque no me da la gana” o “yo hago lo que quiero”, mal vamos.
Es más, si en el otro lado de la balanza sabemos de profesores que no se conforman con colocar notas o catalogar de antemano a sus buenos y malos y se esfuerzan por enseñar a todos repitiendo exámenes o las partes de las materias en las que más se erra, ahí aparece el rayo de esperanza para el futuro de los que en pocos años llevarán las riendas del país. Eso es PROFESIONALIDAD, VOCACIÓN y PERSONALIDAD. ¡Qué tres palabras en mayúscula!