Por David Sierra
Era suya. La había querido tanto como nadie en el mundo. Siempre atento a sus deseos. Abandonando todo aquello que le hacía feliz, antes de conocerla. Encogiendo el estómago cada vez que alguien se acercaba con intenciones deshonestas. Para no saltar a las primeras de cambio, pues esos piropos no están al alcance de la boca de cualquiera.
La amaba con locura. Tanto que cuando marchaba de fiesta sólo podía pensar en si habría salido también ella. La imaginaba, derrochando todo el encanto que le había atrapado de la misma manera que lo hacía aquella otra chiqueja, dos metros más allá de la barra donde el alcohol se mezclaba con miradas lascivas y contorneos impropios de alguien con quien los polvos no tuviesen mayor recorrido que el de una noche de juerga. Culpable por hacerle sentir culpable. Por ser la causante de ese desasosiego que produce el miedo a ser descubierto. A perderlo todo en un momento, en un desencuentro.
Amigas, amigos. Demasiados botarates perturbados. Comeorejas que no hacen más que dar ideas absurdas. Le miran con recelo, con suspicacia, con inquietud, con toda la desconfianza que conlleva haberlo descubierto. Sin pasamontañas y coartadas, mejor salir al paso con una estrategia de correa corta, palo y zanahoria. Y así se van truncando dos vidas, apesadumbrados los que les rodean, porque entrometerse en casa ajena ha dejado de estar bien visto desde que las puertas de dos hojas y cerrojo, dieron paso a las de llave de tres vueltas y cadena.
Violencia de género, machista o contra la mujer llegan a su máxima expresión cuando la muerte se concreta. Cuando el celo se desborda o cuando la víctima decide liberarse dejando a su agresor sin presunción de inocencia. Cuando el castillo de naipes montado entre bastidores, se viene abajo dejando huérfano de valores al sometedor sobre el sometido. Tampoco contribuye el estresante avance social, que desubica una y otra vez a quienes han forjado su juicio en una serie de directrices ancladas en tiempos de una felicidad forzada.
Casi 1.100 víctimas fueron obligadas a abandonar este mundo de la manera más cruel desde que se empezaron a contabilizar cifras allá por 2003. A lo largo de este trayecto, la sensibilización ha ido creciendo con años de mayor esplendor y otros con sombras en el marco de una crisis económica que ha marcado también el devenir de las políticas desarrolladas en este sentido. Y llegados a este punto, los interrogantes sobre el funcionamiento de las diversas medidas tomadas a lo largo de todo este tiempo siguen presentes. Con un aliciente más, el surgimiento de un grupo que se desmarca del movimiento y lo cuestiona hasta el punto de negarlo, sin complejos.

El bosque, no obstante, no es tan denso como para ocultar los árboles. Disponer de un teléfono y herramientas para formalizar las denuncias, la existencia de juzgados específicos para tratar el asunto o la cada vez mayor especialización de las fuerzas del orden público para actuar en estos casos son avances importantes que están jugando un gran papel. La cada vez mayor red de cobertura sobre las víctimas, en contribución entre todas las administraciones públicas también va dando sus frutos a pesar de que las inversiones siguen siendo, en muchos casos, insuficientes. En otros, principalmente en los pequeños municipios, la historia cambia. A las administraciones locales de pequeña envergadura les siguen faltando medios para desarrollar planes contundentes contra la violencia machista y malgastan los fondos que les tocan, a suerte de lotería por tener a un zurrante entre los suyos, en un aprovechamiento de recursos para satisfacer otras demandas municipales. Y así, en nombre de la violencia machista se adquiere mobiliario, se llevan a cabo infraestructuras varias o se desarrollan actividades o actos culturales y/o deportivas que bien sirven para rellenar la programación de unas fiestas o una temporada estival poco ambiciosa, pero poco contribuyen a evitar una emboscada.
Y mientras unos solicitan la contundencia de la prisión permanente revisable, en otras esferas los planteamientos de actuación sobre los agresores continúan en estado difuso con escasos programas piloto de intervención que, si bien muestran resultados esperanzadores, aún no han logrado atraer un apoyo más unánime.
Quizá sea hora, salvando las distancias, de menos minutos de silencio y más tiempo y financiación para agarrar el toro por los cuernos y, por un lado, endurecer las políticas de sensibilización en todos los ámbitos y, por otro, de actuar más allá de con las propias víctimas e incluir la figura del agresor en esa batería de medidas necesarias para identificarlo con antelación y disuadirlo para que entienda que nadie es suyo.