Por Cristina Toledano (*).
Antes de que los urbanitas anduviéramos por los caminos para encontrar respuestas a nuestra vacía existencia en las ciudades, hubo un tiempo en que tuvieron sentido de verdad. Durante miles de años, hasta que llegaron las carreteras, los caminos fueron las únicas vías de comunicación que unían nuestros pueblos. “El Camino de Los Tratantes”, “Camino de la Lana” o la “Cañada de Alcohete” no son nombres casuales puestos para dar gusto a los senderistas, sino que fueron producto de los usos a los que estaban dedicados.
El paisaje de este país ha cambiado tanto en los últimos cien años que cuesta imaginarse que la actual Plaza de Toros de la ciudad era el antiguo “Descansadero de las Cruces”, lugar donde el ganado trashumante paraba a descansar en su larga travesía del norte al sur de la península o viceversa. Eran tiempos de cañadas y rebaños, de ganarse el pan en el campo trabajando, literalmente, de sol a sol. Así lo hizo mi padre en Pastrana hasta que fue a buscarse la vida, porque entonces, aunque valieras, no podías estudiar a no ser que te metieran con los curas. Sin poder elegir siquiera, El Tole se apuntó a la universidad de la calle, montó un restaurante junto a su hermano, tuvo tres hijas y a cada una les dio una carrera con la que ganarse la vida.
Antes de hincar los codos, las tres servimos innumerables jarras de sangría, mollejas de cordero y zarajos al ajillo en la terraza de El Figón. Era otra época; mi padre murió, cerramos el bar y algunos hablan de Bardales con añoranza, llamándola “La Senda de Los Elefantes, porque entrabas de pie y salías trompa”. Otra senda más que perdió el sentido y que recorremos con melancolía los que la vimos languidecer.
El caso es que en con el cierre del bar en 2015 colgué el mandil de manera definitiva, lo que me dejó los fines de semana libres para caminar. Empecé Mi Camino a Santiago desde un pueblo perdido de Francia, a 949 km de la ciudad del apóstol, completamente sola y sin hablar una palabra de francés. Allí entendí el significado de palabras como l´orage cuando la tormenta me caía encima después de siete horas de caminata por el bosque. Era una etapa vital de experimentos cosmopolitas… y aunque terminé llegando a Santiago seis años después, pronto me incliné por conocer mi tierra a fondo. Mi consigna es que mientras quede un rincón por descubrir en Guadalajara, seguiré apostando por ella en mis aventuras.
Fue en 2018 cuando hice mi primera travesía por la provincia. Acababa de comenzar el Año Jubilar de la Catedral de Sigüenza y pensé que era una buena excusa para peregrinar con la Ciudad del Doncel como destino. Llamé a la Diócesis para ver si había alguna infraestructura preparara para peregrinos y me dijeron que no. Aun así, tuneé en mi cuaderno una credencial y fui a la Concatedral de Santa María a que me pusieron el sello que inauguraría mi viaje.
Salí de casa un domingo primero de julio con “ganas de contemplar el amanecer recorriendo La Alcarria y embriagarme con el aroma del Tomillo”, según mi cuaderno de viaje. Primera etapa: Guadalajara-Hita, pasando por Taracena, Tórtola, Ciruelas y Torre del Burgo recorriendo amplios caminos agrícolas con cereales a ambos lados, en ocasiones tenidos por el rojo intenso de las amapolas. En este tramo convivían la señalización de los “Caminos de la Agricultura” y del “Camino del Cid”. Para preparar mi travesía consulté con Juan José Hita, presidente de la Asociación de Amigos del Camino de Santiago en Guadalajara, quien me recomendó seguir el conocido como Camino Jacobeo del Arcipreste. Yo, más folclórica, decidí denominar mi periplo como “Camino Seguntino”. Llevaba una pizarra en la mochila con la que saludo a la gente de los pueblos, que me miraban como a un extraterrestre. A ratos caminé con mujeres, sorprendidas de cruzarse con una chica joven y sola en medio del campo. El apelativo más frecuente que recibía: valiente.
Proseguí mi camino en la segunda etapa, que me llevó de Hita a Jadraque. Por aquel entonces no fui capaz de aventurarme por el Camino de la Fuente Vieja, tras el cerro, que es la mejor opción para ahorrarse un par de kilómetros de carretera. Tras un rato entre jóvenes girasoles llegué a Padilla de Hita y tomé la conocida como Senda del Merinero Muerto (en referencia a un pastor de merinas que fue asaltado por los bandidos). El aroma se torna serrano con jaras y romero en primer plano, la unión del Bornova y el Henares en segundo y el Ocejón, a lo lejos, presidiendo la estampa. Bajé al Camino de Cáritas y mis pasos se dirigieron hacia Jadraque, con el Castillo nombrado en el Poema de Mío Cid a la derecha y el Henares a la izquierda. Aquella tarde busqué al cura del pueblo, un personaje curioso, quien selló mi cuaderno y me hizo sonreír. Paseé por las calles de Jadraque, reflejo de su pasado, y pasé la tarde en la piscina, mirando la vida pasar.
Al día siguiente me levanté presa del miedo del que todos hablan y tuve dificultades para sobreponerme a la soledad. De Bujalaro a Matillas fui pegada a la vía del tren. Vi cómo el Río Dulce se juntaba con el Henares y proseguí hacia Villaseca de Henares, donde hay un curioso molino. En Mandayona me comí unos torreznos y metí los pies en una presilla del río pocos metros después de la cascada del Molino, que por entonces no conocía. Llegué a Aragosa bien entrada la tarde, cansada a pesar de ser una etapa llana y sin complicaciones. Allí me recibió Toñi, esa mujer increíble que cambió California por el Río Dulce y montó varias casas rurales para que las gentes de la ciudad pudieran “escuchar la voz milenaria del agua”. Como peregrina recibí un trato especial en un precioso apartamento y disfruté de una tarde tranquila. Una niña había instalado un puesto de regalos artesanos y me vendió un azulejo roto con una inscripción en rotulador: “Aragosa 3-7-2018”. Aún lo conservo.
La última jornada fue la más espectacular en cuanto al paisaje. Vi amanecer entre Aragosa y La Cabrera, caminé por la orilla del Dulce callado y vi despertarse a la fauna del Parque Natural. Cientos de buitres se alzaron sobre mi cabeza mientras ascendía a Las Llanos a la altura de Pelegrina antes de llegar al Rebollar de Sigüenza, un bosquecillo encantado donde las chicharras cantaban de manera insistente. La primera vez que divisé Sigüenza desde el Campo de Tiro me recorrió un escalofrío y me trasladé al pasado: ¿Cómo sería para alguien de Guadalajara que llegaba por primera vez a Sigüenza contemplar su silueta por primera vez desde la lejanía? Pensé en esa mula perezosa de la que me habló un señor en Padilla de Hita, a la que había que hacer cosquillas en las cuestas arriba que se negaba ascender.
Cuando rodeé el castillo y bajé por la Calle Mayor, estaba como en una nube. Me acompañaba Ernesto Morán, que vino a hacerme un reportaje para la tele como la primera peregrina del Año Jubilar de la Catedral de Sigüenza. Mi madre me esperaba a la llegada de la Catedral, emocionada, ya que otra de las excusas de este viaje era pasar unos días con ella, que por entonces trabajaba en restaurante Atrio.
No merece la pena contar lo que me costó que me pusieran el último sello en la Catedral de Sigüenza, lo importante es el efecto interior que este camino tuvo en mí. Desde entonces suelo decir que si se puede llegar andando a un sitio, es que está cerca y me desplazo “dando un paseo” a Lupiana, Horche, Torija o Chiloeches. Con el tiempo he ido sumando kilómetros y dificultad a mis andanzas, explorando mapas, descargando tracks y preguntando a los que saben, como mi maestro serrano José María Alonso Gordo o los expertos en caminos Angel de Juan o Víctor Pascual. También merecen una mención especial mis compañeros Carmen o José Luis, que siempre pican cuando propongo adentrarnos en alguna zona inexplorada. De vez en cuando me dejo guiar por el Club Alcarreño de Montaña o tomo la delantera guiando yo a “mis médicos” del grupo de senderismo del Colegio de Médicos de Guadalajara. A todos los que siguen mis pasos o me sugieren nuevos caminos: gracias por compartir la pasión por nuestra tierra y dejaros contagiar por mi locura: juntos hacemos camino.
Sería inocente pensar que Bardales volverá a ser como la recuerdo en mi infancia, de la misma manera que los caminos y veredas han de buscar un nuevo significado, distinto al que tuvieron antaño. Recorrerlos con curiosidad y con respeto forma parte de esa nueva vida que todos les damos con nuestros pasos… ¡Larga vida a los caminos y senderos de Guadalajara!
(*) Cristina Toledano es la responsable de Empatiza Comunicación, donde aporta soluciones de publicidad, imagen y comunicación a empresas, particulares e instituciones. Además de esto, dice que escribe historias desde muy pequeña, reales e imaginarias. Hace algunos años descubrió que dibujar letras bonitas tenía un increíble poder relajante y dio rienda suelta a su creatividad a través de la práctica del lettering y las pequeñas flores. No solo le gusta disfrutar de la tierra sino compartirlo a través de redes sociales en @Crisjitina.