Por Gustavo García

¡Qué verano, oiga! Tremendo. Más calor que nunca… o casi. Y una de las peores consecuencias negativas, junto a la maldad y la tendencia a la autodestrucción humana, la plaga de incendios que ha asolado al país. Las cifras hablan de la alarmante superficie quemada en lo que va de estío –que todavía no ha terminado–, rondando las 300.000 hectáreas. Se dice pronto. Hay que pararse a pensar lo que es eso y no perdernos en los números como si fuesen objetos.
Hace tan solo dos días, acabamos de comprobar desde la carretera cómo quedó una de las zonas más afectadas por el fuego este año, la Sierra de la Culebra Zamorana. Allí, ya en junio, el fuego arrasó 25.000 hectáreas de pinar. El paisaje es desolador, como no podía ser de otra manera. Se observa que el viento lo llevaba en volandas y pasaba, casi sin enterarse por las copas y partes más altas de los árboles, lo que da la impresión de que en las zonas inferiores fue menos intenso, aunque todos sabemos que luego todo se queda afectado, de una manera u otra.
La pérdida de masa forestal este verano en España recuerda, por desgracia, a lo que en otras ocasiones hemos visto del país vecino, Portugal. Su orografía y situación es más proclive que la nuestra a este tipo de situaciones. Sin embargo, este año hemos superado todos los récords y conseguido el primer puesto del ranking en esta faceta para 2022. Lamentable, porque aquí sí que disponemos de mejores medios de extinción y servicios de bomberos que nuestro vecino peninsular. Pero, ni por esas. Su labor, elogiable de todo punto. Al igual que la de los vecinos y alcaldes involucrados en esta lacra de un verano fatídico, que se ha acrecentado con una sequía ya iniciada en mayo, con dos olas de calor en ese mes y en junio.
Terribles esas coincidencias del calor extremo, la falta de lluvia y, sobre todo, la desfachatez de las personas que se dedican a quemar los montes. Son delincuentes que provocan la mayor parte de los incendios forestales que se producen. No nos engañemos, por si alguien tiene dudas. Ni las tormentas ni las cosechadoras –que han obligado a segar por la noche en Castilla–. No, no. Los principales responsables de que haya incendios en nuestros montes son, en un porcentaje que se estima ronda el 90 por ciento, los pirómanos. El resto de causas –las mencionadas y otras– podemos dejarlas en ese 10 por ciento más difícil de controlar. Pero, el hecho de que las llamas se provoquen de manera intencionada, bien por intereses urbanísticos, cinegéticos, industriales… o los que quiera que sean, es repugnante. La destrucción de una riqueza forestal tan notable como la española no deja de ser un síntoma del propio egoísmo del ser humano, que va más allá de sus mismos límites y que ni se detiene a ponerlos. Deteniéndonos a pensar en ello, es lamentable, horrible y bochornoso. ¿Hasta dónde llega la codicia y la condición humana en sí? Luego no nos extrañemos de otras cosas que suceden en nuestras vidas y nos echamos las manos a la cabeza pensando en cómo pueden suceder. Pues, ahí lo tenemos. Mejor ejemplo de autodestrucción de lo que nos proporciona algo tan esencial para vivir como es el oxígeno no lo tenemos.
Ir en contra de los intereses de nuestro propio ser y de la humanidad en general se ha convertido ya en algo casi asumido por la sociedad. Pues, no señores. Contra el cambio climático hay que actuar ya, contra los pirómanos hay que ir a saco y contra quienes no ponen los medios para que todo esto se solucione, con más motivo y en primer lugar. De hecho, esto es en lo que los ciudadanos de a pie tenemos mucho que decir y podemos, no sólo opinar, sino hacer que cambie.
Estamos hablando de la otra faceta esencial en este conglomerado mundo de los incendios forestales. A las causas y consecuencias expuestas anteriormente, que ya decimos es preciso atajar como sea, hay que añadir las previas. Esas que sí que están en manos de la gente que debe salvaguardar los montes antes de que los descerebrados o la imprevisible actuación de la naturaleza nos sorprendan cada verano. Ganaderos y agricultores se cansan cada año de explicar –como los mejores conocedores de lo que hay y sucede en el campo– que la prevención es la mejor arma para luchar contra los incendios. Y eso se consigue, no con ingentes cantidades presupuestarias para dotar de equipos de extinción en verano, que también son necesarios, por supuesto, sino con el trabajo de invierno.
Aquí volvemos a la ya debatida hasta la saciedad, y no por ello menos incomprensible, disquisición de quiénes son los que marcan las pautas de lo que hacer en el campo. Es decir, la docena de señores trajeados en los despachos de Bruselas, que no han pisado el campo salvo en alguna excursión esporádica para cazar o ver aves desde cualquier mirador, o quienes se pasan la vida entera al pie de la tierra y conocen lo que sucede a su alrededor al dedillo. ¿Qué ocurre? Pues, que se imponen los primeros. Y, claro, así nos luce el pelo. Si las políticas agrarias y ganaderas que se proponen no hacen de los que producen y viven de la tierra unos seres a los que, no sólo no les importe estar ahí en soledad y que a la mayoría les encante trabajar en el campo, sino que, de una vez por todas, se les apoye de diferentes maneras para que puedan sobrevivir económicamente del fruto de su esfuerzo, el resultado es el que estamos viendo. Destrucción y pérdida de masa arbolada a ritmo infernal.
Señores, los ganaderos –y casi todos los demás también– saben que sus reses cuando pastan por los montes realizan una labor de desbroce que luego evita la propagación de las llamas en verano. Esa limpieza es impagable. Pero, no. No se les tiene en la consideración que merecen de todo punto. Nunca. Y a ella hay que añadir la propia de esas tareas que se deben de realizar en la época invernal por las brigadas de especialistas encargadas de ello.
No todo quedaría resuelto con estas medidas. Pero, por favor, ¿hay que tener tantos masters para saber cómo actuar en la prevención, en extinción de incendios o en erradicación de los pirómanos? No me creo que haya que ir a tantas universidades como para ello, sino volver a lo de siempre. Aplicar el menos común de los sentidos: el sentido común.