
Por Patricia Biosca
Guadalajara es como las chocolatinas After Eight: aunque mascar una especie de pasta de chicle con regusto viejuno con un bombón no parezca lo más apetecible del mundo (por lo menos en un lugar donde la gastronomía tiene otros ejemplos mucho más placenteros) existe una parte dulce, algo que no se puede definir, que te incita a probar otra vez. Y como el paladar madura con el tiempo, llega un momento que, como con el vino, te empieza a gustar. Mucho. Igual nos ocurrió a muchos oriundos que, con los delirios y grandezas de la juventud, quisimos volar desde una ciudad de provincias (o incluso un pueblo de provincias, como es mi caso) hacia las cegadoras luces de la capital. Y lo hicimos. Y algunos nos desencantamos y empezamos a coger cariño a esta ciudad dormitorio vapuleada por nosotros mismos en un sinfín de ocasiones. Pero cuando miras más de cerca (o, mejor escrito, cuanto más lejos te vas), más echas de menos su idiosincrasia, sus problemas de andar por casa, sus quedadas improvisadas al llegar al bar y conocer a todos los parroquianos. Su vida de provincias de la que renegaste. Y encuentras lugares increíbles que no se valoran en la medida que lo merecen. Uno de esos barrios ‘encantados’ es, sin duda, El Hexágono.
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