Por David Sierra
Una vez a la semana. Tan sólo un día entre siete se ven. Como esa pareja de recién enamorados que guardan aún las distancias en el tiempo y el espacio. Podrían ser suficientes. Con otros medios. Con algo de ayuda, aunque fuera ocasional. En los momentos del apretón, como es la preparación para una cita electoral. Ya no digamos dos. O cuando los domingueros invaden las calles aprovechando el bochorno de la época estival. Y se acuerdan de esa parcela que ni saben dónde está. De reclamar el recibo de tal o de Pascual. De exigir, lo que sea para que el pueblo se parezca al máximo a su ciudad. Pero un día a la semana no basta para tanto albardán.
Secretarios y alcaldes de municipios que no llegan al centenar de habitantes luchan en precariedad. Lo hacen sin la compasión de la administración. Con las exigencias de la legislación. Esa que no atiende a las circunstancias para garantizar la igualdad, pese a que en el mundo rural esa sea una utopía general. Les atoran a charlas y cursos sobre la incorporación de la herramienta digital para funcionar en el mundo global. Les invocan para ofrecerles las bondades de ayudas y subvenciones imposibles de alcanzar sin jugarse por instantes su propio bien patrimonial.
Un día a la semana. Y a rezar. Para que sea ese en el que la firma electrónica pueda funcionar. Que no se caiga la red por un temporal. Que los equipos informáticos respondan a pesar de los años. Pues de lo contrario, el expediente de turno irá con retraso. Un retraso que para la administración no cuenta en los plazos. Esos que si se agotan, dejan en ideas lo que pudieron ser arreglos.
Expedientes que se amontonan. Un día en semana se alivian. Pero la pila nunca se acaba. Los boletines oficiales marchan como un reloj. Publican líneas y líneas de ayudas en las que exigen todo tipo de requisitos y documentaciones sin nada que garantizar. ¡Que lo paguen! vienen a decir, que luego verán si la concesión se da. Ponen la miel en los labios ante lo que permitiría una buena gestión municipal. Ordenan proyectos, memorias y todo tipo de documentos técnicos sin reparar en que estos Consistorios no los pueden costear. Desamparados, ceden, abandonan. Otra vez será. El remanente de todo eso, en otras manos con más medios quedará.
Son los pueblos del olvido. Del secretario a turnos que siempre va, pero nunca está. Que reniegan de esas leyes impostoras que piden un proyecto y exigen una licitación para que alguien cambien una bombilla. Son los pueblos donde cualquier concurso público debería llevar el carácter de urgencia para no alterar el día a día. Para equiparar en derechos a sus ciudadanos. Para impedir el vaciado de sus calles y plazas, de sus casas.
Y a pesar de las trabas, de los reveses, de las luchas por ser escuchados, de recibir siempre las mismas promesas incumplidas, sobreviven gracias a ellos. A los dos, cuando interactúan y alzan la voz. Se revelan ante los grandes y protestan mientras ponen toda su dedicación. Consiguen algún éxito, ganan alguna batalla. Rompen las reglas que les relegan a las migajas. Saltan las barreras de las imposiciones, por cuenta y riesgo. Alteran el orden establecido, ponen a caldo al responsable de turno y retuercen sus planes. Y eso, sabe a gloria.