Por David Sierra
Vivía sola. Desde que muriera Federico a consecuencia de un mal de esos que llegan cuando aprieta el frío, aprendió a convivir en el silencio que guardan las espesas paredes de su casa. Parte en adobe, parte en piedra y ladrillo. En el interior, el gélido ambiente invernal se caldeaba a base de leña y fuego. En verano no hacía falta aire acondicionado. Hace años que sus descendientes volaron del nido. Tres, cada uno en una parte diferente del país o del planeta. Ella que sabía. Ninguno le vio futuro a la aldea. Tampoco la descendencia del resto de vecinos. La laboriosidad de la ganadería y la emigración en búsqueda de nuevas oportunidades pusieron el contador hacia atrás.