Por David Sierra
Las semanas se hacían interminables hasta la llegada del viernes. O jueves, o lunes. O cuando las festividades ofrecían descansos continuados más prolongados. En ese instante, una vez terminadas las clases, era cuestión de minutos elaborar el petate y salir a toda prisa en dirección al pueblo. Quedaban por delante varios días de experiencias únicas e irrepetibles que jamás obtendría en la gran capital. Era un auténtico viaje hacia la libertad, que se iniciaba en la madrileña Calle Alenza, perpendicular a la gran avenida de Raimundo Fernández Villaverde donde se alojaba el chamuscado y ya extinto edificio Windsor, entre otros rascacielos.
