Por Felicidad Roquero Guijosa (*).

Paseo mucho, por toda la ciudad. Me gusta detenerme en los detalles, observar cómo hay cosas que cambian, incluso que mejoran o empeoran; otras que no hay manera de cambiar, que se van deteriorando con el paso del tiempo y que a nadie parece importarles.
La mejor forma de conocer el lugar en el que vives es callejeando despacio. Según lo vas conociendo te vas enamorando pero no dejas de ver sus defectos. El amor no es ciego.
Amo Guadalajara, mi ciudad de adopción, sobre todo sus barrios. Perderme por sus calles y callejones, por las plazas y parques, es casi una tarea diaria. Hago fotos de lo que me gusta y de lo que me disgusta: siempre hay algo que me llama la atención y que me obliga a detenerme un instante.
Hace pocos días subí por la antigua carretera de Zaragoza (N320). Si os habéis fijado en los nombres de las calles y plazas, algunas van cambiando, otras se mantienen, y otras, aunque cambien en el callejero no cambian para los vecinos y vecinas. Y esta calle larga será siempre lo que fue: la antigua carretera de Zaragoza, aunque ahora en las placas ponga calle de Zaragoza.
Mi paseo mañanero por esa zona de Guadalajara tenía un propósito muy concreto, iba en busca de una fuente que descubrí hace muchos años en un pequeño y encantador parque.
Hacía mucho que no subía por la antigua carretera de Zaragoza hasta el Parque del Depósito de las Aguas de Guadalajara. A ambos lados se mezclan edificios altos y casitas bajas. Es invierno y huele a pueblo, a chimenea.
Casi es Navidad, el Ayuntamiento ha colocado algunas luces de colores en las altas farolas y a los balcones trepan los Reyes Magos o Papá Noel, dependiendo del gusto de la familia que habita en el piso. Las casas bajas, de arquitectura de barrio de ciudad, están algunas reformadas como modernos unifamiliares. En ellas sus propietarios se han dedicado con esmero a decorar puertas, ventanas y rejerías.
Al otro lado de la calle también huele a pueblo, a lumbre. Y también es Navidad, pero solo hay presupuesto para pegar figuras navideñas de papel en las ventanas y algún trozo de espumillón ya despeluchado de tanto uso. Son las casas de Manolito Taberné, que buena falta les hace una rehabilitación para dar dignidad al barrio y a las familias. Las casas las costeó Isidro Taberné Millán y se bautizaron con el nombre de su hijo fallecido siendo casi un bebé, Manolito. Las casas debían servir para acoger a familias con escasos o nulos recursos.
En mi paseo llego hasta lo que fue AVICU, hoy desmantelado y a la espera de construcción de una nueva barriada. Señales de prohibido y de stop, y unas puertas enrejadas impiden el paso, pero entre las rejas se ven las ruinas y un bonito paseo arbolado.
Antes de llegar al parque bebo agua de una fuente, no es la que busco, pero también fue antigua, seguro de la misma época. Hay alguna foto de Tomás Camarillo en la que se ve a un par de paisanos dando de beber a los animales. Cualquiera lo diría viéndola hoy toda recubierta de ladrillos y cemento: todo nuevo a estrenar, aunque tenga cien años. El lifting del patrimonio.
Llego al parque, me alegro de ver esa puerta abierta, las últimas veces estaban cerrada a cal y canto.
Y otra fuente nos recibe, pero no es la busco, es la fuente grande que se encuentra en el centro. La que un día fue lugar de honor para la escultura de Neptuno, procedente del Palacio de Montesclaros, y que hoy da pena. Tanta pena como los edificios que prácticamente se encuentran en ruinas. Mientras observo las grietas, las pintadas, el tejado medio derrumbado, me pregunto por qué es tan difícil conservar el poco patrimonio que ha llegado hasta nuestros días.
El Depósito de las Aguas y su parque se construyen allá por 1880 para dar servicio a una ciudad que no paraba de crecer. Es una construcción funcional de ladrillo y piedra, con arquerías de medio punto de 4 m, y otras 6 m. Forman bóvedas corridas y en paralelo de ladrillo que se van apoyando en líneas de arcadas. Semejan a los antiguos aljibes.
Pero yo he venido a comprobar que la pequeña fuente que descubrí por casualidad en uno de mis paseos sigue allí. Y sí, ahí sigue entre la maleza, casi escondida. Es de hierro fundido y está casi desde el principio de la construcción del depósito y del parque. Tiene grabada la fecha, 1885, y la procedencia, Madrid, poco más se puede leer entre tanta herrumbre y suciedad.
Realmente la fuente puede parecer poca cosa, pero es un síntoma de la enfermedad que aqueja a esta ciudad.
El parque con sus árboles es un espacio de Guadalajara que merece la pena cuidar y mantener como un lugar histórico. Según el Catálogo de Árboles Singulares, elaborado por la Asociación Micorriza para el Ayuntamiento de Guadalajara, compiten en antigüedad con los del Parque de la Concordia: algunos de ellos están ahí desde 1854.
(
*) Felicidad Roquero Guijosa, es vecina de Guadalajara con raíces campiñeras. Es gestora cultural e informadora turística, además de futura historiadora del Arte. Se define como paseante, consciente de la gran pérdida de patrimonio histórico que ha sufrido la ciudad. A su juicio, el presente y el futuro del patrimonio de Guadalajara se mira con desidia.