
Uno de los semáforos instalados en la CM-9100 a la altura de Cabanillas del Campo. // Foto: P. B.
Por Patricia Biosca
Si son gente de pueblo (me valen tanto nacidos como residentes y un combo de ambos), seguramente les suene esta situación. En una gran urbe, de esas que coleccionan coches, asfalto, hormigón, gente cosmopolita y moderna y muchas lucecitas que tintinean, a alguien se le ocurre decir que pertenece a una localidad de menos de 10.000 habitantes y sin título oficial de ciudad. Al aclarar el nombre de su municipio, apunta a que pertenece a tal provincia, pongamos, Guadalajara. “Pero allí las ovejas van por medio de la calle ¿no?”, responde la otra persona que, se supone, escucha. El interlocutor -ya identificado como persona de pueblo y, por lo tanto, un “paleto”- responde un “no”, acompañado de la explicación de por qué la Edad Media dejó de llevarse en su pueblo hace siglos. “¿Pero tenéis médico?” “¿Y agua potable?” “¿No os laváis en el río?” “¿Tiráis cabras desde el campanario en las fiestas?”. El entrevistador intenta encontrar, como si fuese un arqueólogo, las huellas del pasado en el pueblo del presente. Yo, que soy de pueblo de toda la vida, siempre conseguía sortear entre indignada y divertida todos los embites de las gentes de la capital por hacerme sentir de los años en los que el charlestón triunfaba en los 40 Principales. Hasta que llegaba la pregunta: “¿Y semáforos?”. Entonces mis defensas caían como la Armada Invencible a manos del ejército inglés, porque la civilización no es tal si no tiene semáforos. Sigue leyendo →