Por David Sierra
Las mochilas preparadas, bien abrigados hasta el cuello. Que no falten la bufanda y los guantes que el frío en Guadalajara es más frío. Ya en la calle, comienza la ruta. Son apenas doce minutos andando, aunque ellos siempre exigen tomar el vehículo. Es normal, van sentados y la calefacción, aunque tarde, siempre apaña algo el cuerpo. Pero no hay concesiones y la negativa rotunda, tras unos sollozos, les hace entrar en razón. No tienen elección. Han de lanzarse a la aventura.
Las prisas son malas compañeras, pero la campana manda y desde donde están aún no se oye. Quedan dos cuadras y, poco a poco mientras se aproximan al centro escolar el peligro se hace más evidente. Aquellos que vienen de más lejos y que, bien por distancia, bien por tiempo o bien por comodidad eligen los habitáculos de cuatro ruedas para desplazarse son los que mandan en los alrededores del colegio.

El riesgo se huele y se palpa en el ambiente. Los pasos de cebra no cumplen su cometido porque dejan de ser atendidos. La ley del más fuerte se impone. Se ven de todo tipo, grandes todoterrenos, pequeños utilitarios, familiares e incluso alguna que otra furgoneta. En las proximidades, las disputas de siempre, entre padres apresurados y residentes particulares que ven invadidas las entradas de sus garajes a pesar de las reclamaciones, que no van a ningún puerto y caen en saco roto. Deben vivir con ello. Es lo que tiene comprarse una vivienda al lado de un centro educativo donde los escolares no residen en el barrio. Como sucedía antes.
Aquellas vías con anchura suficiente para varios carriles de dirección se convierten durante ese intervalo de entradas y salidas estudiantiles en estrechos pasillos repletos de dificultades que aprovechan las autoescuelas para probar la habilidad de sus aprendices. La doble fila no acaba nunca y se extiende a lo largo de las dimensiones del edificio escolar. Y le supera. Están en su derecho. Los intermitentes parpadean sin descanso mientras sus dueños charlan frente al portón de entrada observando a sus vástagos partir a una nueva jornada de aleccionamiento. No existe la consideración.
En esas otras calles ya de por sí ajustadas, las aceras se convierten en aparcamientos. No importa si los peatones no pueden pasar. Las carteras, los abrigos, la ropa se restriegan por la pared, dejando la huella del caminante. Cuando llueve, los paraguas chocan. Las puertas de los vehículos se abren y ralentizan la marcha de los viandantes. Hay que ser cortés y paciente. Hay que dejarles bajar para que puedan llegar también a su hora. Sin miramientos. Sin perdones. La preferencia del coche también la tiene sobre el pavimento peatonal.
Suenan bocinazos, y algún que otro insulto que se puede leer entre los labios. El rugir de los motores. Acelerones, el humo y las ansias por llegar convierten el clima en hostil. Por eso, una vez que traspasan las puertas del destino, respiran aliviados. Los niños. Ese alivio que, sin embargo, sólo consigue el conductor del autobús urbano cuando sale del embrollo. O cuando le cambian la ruta; o el turno. “Siempre la misma historia” dice. Y un vehículo subido al bordillo le impide cumplir con los horarios y le mantiene paralizado. No pasa nada. Los intermitentes mandan.
En algunos centros escolares, los más respetados, las fuerzas del orden hacen la vista gorda. O mejor, se convierten en guardianes de esa vorágine automovilística. No es cuestión de sancionar y de llamar a la grúa porque el sentido común aquí indica que hay que ser laxo. Entonces se afanan en que el jaleo esté regulado, al menos. Para actuar ya existen otros emplazamientos donde la norma ha de seguirse a rajatabla y la libreta funciona mejor que bien.
No es extraño que a tan solo unos días de cerrar el año la capital haya registrado ya casi medio centenar de atropellos con especial relevancia a que en muchos de ellos han estado involucrados niños. Desde el fallecimiento en octubre de la joven en Cuatro Caminos, atropellada por un camión justo cuando salía del instituto, la reclamación de medidas más estrictas por parte de la oposición y los anuncios de nuevos planes e inversiones concernientes a la seguridad vial y la movilidad del equipo de Gobierno –el último de 800.000 euros para el próximo año- no han dejado de sucederse. Limitar o reducir la velocidad, mejorar la visibilidad de los pasos de peatones, el cierre o vallado de pasos indebidos utilizados por los peatones o las campañas de sensibilización están ahora sobre la mesa. Más alejadas de traducirse en realidad son esas que se refieren al fomento del transporte público.

El PSOE pide el cumplimiento del Plan de Seguridad Vial
Sin embargo, de todas ellas quizá la más importante y sobre la que menos hincapié se ha hecho es la de la implementación del camino escolar seguro que, si bien Román quiere restringir únicamente a varios centros, el PSOE considera necesario que se aplique a todos los centros escolares de la ciudad porque ahora son “incompatibles con la aglomeración de coches que todos los días se ve en los alrededores de los colegios durante las horas de entrada y salida de los alumnos” argumentaba el portavoz socialista Daniel Jiménez. No obstante, cualquier medida adoptada carecerá de validez si quienes tienen que regular la movilidad y el tráfico dentro de la ciudad responden a otro tipo de órdenes más cercanas a la permisividad con los infractores. Menos mal que llega la Navidad y, al menos, en unos días el camino al cole será seguro.