1957. Milano real cazado en Badajoz y exhibida como trofeo. Foto, Agencia EFE.
Por Carlos Paulos (*).
Todos recordamos el 13 de marzo de 2020 como la fatídica fecha en la que se anunció el confinamiento de la población como medida extrema para frenar la extensión de los contagios por Covid-19. Pero ocurrieron más cosas ese día, entre otras el archivo definitivo del proyecto de construcción de un vertedero de residuos industriales en la campiña de Guadalajara, con amplio rechazo en la comarca.
Y se archivó porque resulta que unas parejas de águilas imperiales tienen la buena costumbre de reproducirse por esas tierras y la actual legislación las considera especie en peligro de extinción de especial protección. Por ese motivo, además, las administraciones europea, estatal y autonómica gastan un dineral en planes para su conservación y limitan las actividades que los humanos en peligro de expansión pueden desarrollar en sus territorios para garantizar su pervivencia.
Lo curioso de este hecho es que hasta los años 70 del s. XX, con la ley en la mano, el asunto se habría resuelto con un par de tiros, con las águilas disecadas encima del aparador de cualquier fonda de pueblo y con el cazador recompensado por la administración de aquella época con propina del promotor del vertedero. Con las aportaciones obligatorias de ayuntamientos, propietarios agrícolas y de cotos, se premiaba económicamente el exterminio sistemático de las especies de fauna silvestre que podrían suponer un peligro para la conservación de las especies de caza y la ganadería en el marco de una supuesta gestión cinegética responsabilidad de las Juntas de Extinción de Animales Dañinos y Protección a la Caza, que coordinaban la labor de los conocidos como “alimañeros”.
Las Juntas se crearon de forma obligatoria en todas las provincias por decreto de 11 de agosto de 1953. En Guadalajara su reglamento provisional se publica en el BOP en noviembre de 1954, quedando bajo la dirección del ingeniero jefe del Distrito Forestal, Alejandro Mola y Meló.
De su actividad y premios anuales a los mejores alimañeros se daba cumplida cuenta en la prensa local y nacional. ABC y La Vanguardia publicaron también estas crónicas firmadas por Luis Monge Ciruelo, su corresponsal en la provincia. Además, se publicaba una estadística oficial anual de la que existe copia en la Biblioteca de Guadalajara y que fue la que me puso tras la pista de esta institución.
Mi condición de bibliotecario curioso y naturalista aficionado, miembro de la Asociación DALMA desde niño, me inclinaron a investigar el impacto que la Junta de Extinción pudo tener sobre la fauna de la provincia. Y quise hacerlo con cierto distanciamiento, sin ideas preconcebidas y sin prejuicios sobre una época -la postguerra- o una actividad -la caza- que no me son especialmente simpáticas. Hay que comprender que las recompensas por el exterminio de estos “animales dañinos” suponían en la mayoría de los casos un suplemento económico para muchas familias de unas zonas rurales ampliamente deprimidas y con una economía de subsistencia en una postguerra prolongada. “Era eso o dedicarse al furtivismo, con los riesgos que suponía”, como me comentó uno de los alimañeros premiados en 1958.
En el año 1994 publiqué en el boletín Dalmacio el primer resultado de mi investigación en el que aportaba cifras concretas: entre 1955 y 1960 la Junta Provincial eliminó más de 68.000 ejemplares de fauna silvestre o sus crías y huevos, más del 10% del total nacional, abonando a sus cazadores algo más de 275.000 pesetas de la época. Entre ellos se encontraban tres lobeznos de la última camada conocida en Guadalajara hasta el presente siglo, que fueron abatidos en Albalate de Zorita en 1956. Y es posible, aunque resulta difícil comprobarlo documentalmente, que también fuesen responsables de la desaparición del quebrantahuesos en el Alto Tajo, que ahora pretende reintroducir la Consejería de Desarrollo Sostenible de la JCCM. También perecieron linces, aves rapaces de todo tipo incluidos los buitres, tejones, jinetas y muchas urracas, casi 25000.
Estos datos corresponden a nuestra provincia y a un período de tiempo muy concreto. En otras provincias la persecución fue de las mismas dimensiones, llegando el total nacional a los 655.000 ejemplares justificados ante las Juntas. ¿Fue éste el total de los animales abatidos? No, en absoluto. Como digo, fueron los debidamente justificados y recompensados, pero es lógico pensar que hubo muchos otros que no pudieron presentarse al cobro o que correspondían a especies que no estaban tasadas. Además, esta práctica no se dio solamente en los años 50.
La caza de las mal llamadas alimañas es una práctica histórica, por necesidad para salvaguardar la cabaña ganadera o por amparo de los propietarios del terreno que protegían así sus piezas de caza. Hay ordenanzas que lo documentan desde el medievo. Para el caso que nos ocupa, la Ley de caza de 1902 dedicaba todo un capítulo a los animales dañinos y su reglamento de 1903 establecía las recompensas. Esta ley perduró ni más ni menos que hasta 1970, para desesperación de los cazadores que desde el primer momento requerían de las autoridades una actualización total, y no solo de los precios establecidos por alimaña abatida. Resulta curioso que aguantase monarquías, la dictadura de Primo de Rivera, la II República y el franquismo. No creo que haya otra norma con tan variado recorrido ni con tantas ordenes que desarrollaron y aclararon su articulado según soplaban los vientos.
Las sociedades de cazadores y ganaderos ampliaron con sus fondos esas escasas recompensas de forma particular y organizaron la sistematización de la persecución, sobre todo del lobo y el zorro, por todos los medios autorizados: disparo, trampeo, cepos, lazos y veneno. Las provincias con mayor cabaña ganadera, Santander y Asturias, fueron el origen de las Juntas provinciales. Dos publicaciones, la Revista Cinegética Ilustrada y el Calendario de Caza y Pesca, atestiguan con sus artículos cómo se produjo esa persecución a lo largo del siglo XX hasta que se legisló la protección de esas especies hasta entonces cazables. Con la ley en la mano, una vez más, la premisa era la siguiente: “Toda fauna es especie de caza salvo la que se declare protegida”. Ese era el caso de las aves insectívoras, cuya protección venía recogida en la misma norma y fue defendida y divulgada a ultranza por los mismos medios y sociedades que perseguían al resto de la avifauna. Eso daba lugar a extrañas compatibilidades: en 1943 el primer presidente de la Federación Española de Caza (FEC), Joaquín España Cantos, organizó a su vez la “Oficina para la Investigación y Estudio de la Emigración de las Aves” que fue la primera oficina de anillamiento española.
La ley de caza de 1970 vino a corregir esa manera de pensar gracias, entre otros, a la labor divulgadora y científica que realizaron Félix Rodríguez de la Fuente, aprovechando su ya entonces gran tirón mediático, y la Sociedad Española de Ornitología (SEO), creada en 1954, el mismo año de la puesta en funcionamiento de las Juntas. Ellos y otros muchos hicieron ver al régimen la paradoja de perseguir una fauna, en especial las rapaces y el lobo, que eran protegidos por convenios internacionales, como el de Protección de las Aves de 1950, que España suscribió con un afán aperturista.
De ese periodo proviene el tradicional enfrentamiento entre los cazadores con una visión más tradicional y los conservacionistas, que defendían una nueva forma de abordar la cuestión cinegética y cuyo planteamiento, con muchas dificultades, venció y perdura hasta nuestros días: “Toda fauna está protegida salvo la que se declare especie de caza”. La diferencia es significativa.
Estos cincuenta años desde aquella protección han permitido la recuperación de algunas especies, que ahora deben enfrentarse a otros problemas una vez superada la persecución directa, sobre todo la proliferación de infraestructuras viarias y energéticas que limitan sus áreas de distribución a espacios con mayor o menor protección oficial e impiden un mayor intercambio genético de las poblaciones, también en nuestra provincia. El conocimiento público de la biodiversidad de Guadalajara y también su disfrute como un recurso turístico irremplazable endógeno deberían ser también objeto de actuación por la administración. Conocer es la mejor forma de preservar.
Pero eso es tema para otro debate y una nueva publicación.
(*) Carlos Martín Paulos Rey (1967) es bibliotecario en Guadalajara y desarrolla su actividad conservacionista desde los años 80 en la Asociación Alcarreña para la Defensa del Medio Ambiente (DALMA), la Sociedad Española de Ornitología y la Sociedad Gallega de Historia Natural. Ha publicado diferentes estudios sobre ornitología y los aspectos legales e históricos de la protección ambiental. También ha sido responsable del la Organización Sectorial de Medio Ambiente del PSOE de Guadalajara, cuyo Comité Provincial preside en la actualidad. @carlos_m_paulos.