Por Concha Balenzategui

Cartel del Carnaval de Guadalajara 2013. // Fernando Benito
Es sábado de Carnaval, pero parece que la ciudad no se ha despertado animada por el frenesí y la chanza que debieran acompañar a Don Carnal. Las personas que a estas horas están dando las últimas puntadas a su disfraz, que las hay, son una clarísima minoría. Esta es una ciudad, hemos de reconocerlo, poco dada a la máscara y a la lentejuela.
No pretendo hacerme eco del lamento, al que en Guadalajara estamos muy acostumbrados, de pensar que lo que se cuece en casa tiene menos sustancia que en el puchero del vecino. No vamos a estas alturas a aspirar al gracejo gaditano o a la vistosidad tinerfeña. Pero tampoco me vale como justificación la prohibición franquista a la que solo escaparon los bailes cerrados del Casino y algunos escarceos más populares en El Alamín o el Cerro del Pimiento.
Hay que reconocer que Guadalajara tiene sus propias señas carnavalescas. La fiesta rural, esa de cuerna y arpillera, resulta una manifestación de enorme valor etnográfico. En la capital, el grupo Mascarones ha cubierto largamente un cuarto de siglo de gloriosa presencia, vistosidad y laboriosidad en sus comparsas.
Pero ambos casos son honrosas excepciones a la falta de sangre carnavalera que impera. En ellos, además, la celebración tiene más de espectáculo que de rito. Más de exposición para curiosos que de frenesí participado o contagiado.
En nuestra capital, la juerga propia de las carnestolendas ha corrido casi siempre por rutas muy distintas a las del programa oficial. No me duelen prendas en decir que aflora más imaginación y divertimento en algunos desfiles de carrozas y bailes de disfraces de muchos municipios de la provincia que en el desfile del Sábado de Carnaval de la capital.

Desfile de adultos.// Ayuntamiento de Guadalajara
Por muchos intentos que hayan hecho las sucesivas corporaciones desde que en 1981 Javier Irízar estableciera unas actividades “oficiales”, no se ha logrado una fiesta participativa. El desfile del sábado, el de adultos, casi siempre resulta pobre y frío. Si algunas comparsas alcanzan la brillantez, si algún disfraz es meritorio, el conjunto queda insípido o escaso. Porque falla la propia concepción del acto, donde unos pocos desfilan y otros muchos miran sin disfrazarse; donde unos bailan y otros soportan frío con cara de Cuaresma. Al final del acto, casi siempre encorsetado por dorsales y premios, cada uno a su casa.
Y sin embargo, sorprende que horas más tarde, una fauna multicolor empiece a pulular por los bares y pubs. Es el carnaval nocturno, ese que no desfila y no compite, pero que se divierte y participa. Con disfraces pensados unas semanas antes, cuatro trapos improvisados o la visita de última hora al bazar chino. Gente con ganas de divertirse, de jugar al “¿quién soy?” detrás de un antifaz y un cubata. Gente joven, que no sabe de prohibiciones franquistas; que se ha curtido en las celebraciones colegiales o en el propio desfile infantil de cada año, en el que quienes derrochan habilidad son… los mismos padres y madres mañosos que no se aplican el arte a sí mismos.
Para ellos, los de espíritu libre, es esta noche de fiesta. Y también para Mascarones, que aliados con el Ayuntamiento -unos años más y otros menos- tratan de impregnarnos de fiebre carnavalesca. Y para las asociaciones y grupos que pelean cada año para que la botarga, la mascarita, el zarragón o la vaquilla, vuelvan a salir por las calles de su pueblo.