Por Patricia Biosca
¿Se acuerdan de esa sensación de torpeza al coger el lápiz cada mes de septiembre al volver al colegio, después de un verano en el que apenas habían hecho unos rayajos en el libro de “Vacaciones Santillana”? Esa sensación de ineptitud, de que habían olvidado escribir porque llevaban dos meses corriendo salvajes, de aquí para allá desde las primeras horas de la mañana tras una noche pegajosa y hasta bien entrada una nueva luna, buscando el fresco. Y, de repente, todo aquello se paraba en seco, tocaba ponerse el chándal nuevo de manga larga, la mochila con los nuevos Alpinos y los libros forrados e impolutos. Aunque había cierto disfrute, el corte era traumático. Algo de esa sensación siempre se queda impregnada en nosotros, incluso cuando nos hacemos mayores y tenemos que ir a trabajar. Así que para evitar esa sensación de vacío, intentamos hacer aterrizajes suaves, dándonos un último capricho antes de volver a la dieta, haciendo una última escapada para recordar que hace unos meses nos las prometimos muy felices, armar planes para octubre. Pero, ¿qué pasa cuando el verano no ha terminado de ser verano y el monótono otoño trae halos de catástrofe?
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