
Enclave donde se encuentra la Cueva de Los Casares. // Foto: Geoparque de Molina
Por Patricia Biosca
Una piedra. Una piedra sin más. Que un niño coge y tira al río. Con una fuerte tormenta, el río que erosiona el valle a su paso, la mayoría de las veces como una tortura china que cala poco a poco, otras en forma de temporal bravo, como es el caso, arranca la piedra de su letargo en el fondo junto con otras piedras, que otros niños tiraron antes que esa. Sigue el cauce hasta llegar a una nueva orilla, con otras rocas iguales que lo mismo lleven allí décadas, lo mismo siglos. Un viajero la pisa para cruzar sin mojarse, igual que a otras de alrededor. Su compañero también pasa por encima, con tanta mala suerte que resbala y cae sobre sus cuartos traseros, provocando las risas del grupo. Pasa el resto y, al rato, llega la noche. Y el día. Y la noche otra vez. Y cientos de lunas y soles más por delante de aquella piedra, a la que nadie presta atención pero que si tuviera memoria, atesoraría más historias que una biblioteca. Sigue leyendo