Por Mª Gema Solanas Jiménez *
Estos días he repetido una pregunta: ¿por qué los judíos son tan poco críticos con la política de Israel frente a Palestina? Sobre todo la he repetido a una persona muy especial para mí, porque es judía y sé de sobra que es justa, posee un gran sentido ético y su confianza en la humanidad, más allá de credos y colores, es evidente.
Se la he repetido pasmada ante el derramamiento de sangre en Gaza, por ese motivo, pero también por otros que ni yo misma comprendía en ese momento. Se la he repetido con mirada de incomprensión precisamente en el momento que más comenzaba yo a comprender.
Durante estas semanas de agudización del conflicto de Israel y Palestina en las que las cabeceras de los diarios se llenaban de muertos palestinos, he escuchado a judíos recordando lo que reclama Hamás en su acta fundacional (la desaparición de Israel), señalando la tensión de la vida cotidiana bajo cohetes, las carreras a los refugios tras los avisos, la teoría de los escudos humanos, el derecho a defenderse del enemigo, a estar allí… todos los fundamentalismos ajenos. Y algunos nos preguntábamos cómo ponían el acento en estas cosas mientras el contador de niños y demás civiles muertos subía vertiginosamente, sin oponerse, como hacíamos otros, contra los disparadores de armas sobre la población gazatí.
He aquí que quien escribe es una roja y sentimental que, obviamente, siempre ha apoyado a los palestinos y se ha sentido completamente espeluznada por ese festival de sangre y dolor. Tan obvio me parecía todo, que esperaba que mis judíos cercanos pensaran como yo, o como ya lo hacían algunos pequeños grupos de judíos inconformistas, rojos y sentimentales ellos también, que, incluso allá en Israel, protestaban contra el ejército de su país, y presionaban para que su gobierno buscase la paz sin más excusas. Y leía en prensa y redes sociales los rastros que ellos, pero también otros, dejaban a su paso.
Y qué difícil ser sosegado. Qué escupidera gigante esa de las redes sociales. Cierto que son pocos los judíos criticando el bombardeo u ocupación. Parece que es aún más fácil encontrar nostálgicos de Hitler. No son mayoría, pero están. Estos días, defensores a ultranza de Israel han compartido espacio con atacantes a ultranza, no ya de Israel, sino de todo el pueblo judío. En el año 2014 todavía puede leerse en cualquier foro: «Hitler no hizo bien su trabajo», «Hitler tenía razón». Frases fáciles de escribir desde la distancia y el anonimato como armas que carga el diablo . Otra vez pasmada, extrañada, sin evitar pensar en la conexión de todo esto.
Es curioso que una de las cosas que provocó mi reflexión vino de las antípodas de mi pensamiento y sentimiento. En el servicio de la BBC en español había un artículo sobre jóvenes judíos que vivían a kilómetros de Israel, algunos de ellos ni siquiera habían estado allí antes, pero que eran capaces de dejarlo todo y arriesgar sus vidas para ir a lanzar esas bombas que acaban matando niños lejanos. Uno de ellos se explicaba. Ese chico era heredero de una lejana cadena de abuelos y abuelas que habían huido de sus hogares escapando a una muerte segura que, sin duda, se cebó en otros familiares, amigos y conocidos. La última vez, fue esa tan recordada estos días en las menciones a Hitler, pero había habido otras anteriores, huidas y expulsiones de otros países, otros hogares, de mi propio país, ciudadanos convertidos de la noche a la mañana en extranjeros de toda tierra. El chico quería poner su parte para que, si alguna vez volvía a pasar, si alguna vez un judío tenía que dejarlo todo solo por ser judío y llevar en sí nada más, salvo la historia de sus abuelos, al menos quedase una tierra, aunque fuese lejos de su América natal, que siempre fuera a recibirle. Pues sentía que era esta la primera vez en la historia en la que había una tierra de la que un judío nunca tendrá que irse por el hecho de ser judío, donde siempre será bien recibido, un “hogar seguro” -decía él- al que recurrir si todo falla.
Todavía se pintan esvásticas. Todavía hay una fiesta en España en la gente sale a beber limonada y lo llaman “salir a matar judíos”. Todavía puede leerse, hoy mismo, en los comentarios de cualquier medio, que Hitler no lo hizo tan mal o que debió hacerlo mejor. Todavía la palabra judío representa un extraño conglomerado del otro que no es uno. Todavía un adolescente piensa que hay que dibujar un lugar para escapar de todo eso. Todavía cualquier judío piensa que podría haber sido israelí, que parientes o amigos podrían haberlo sido, igual que podrían haber sido quemados vivos en algún crematorio europeo. Que podría serlo ahora o que podría serlo en un futuro.
Y entonces comprendo ese deseo desesperado de conjurar el horror del adolescente equivocado, ese adolescente que abandona una vida cómoda de estudiante para disparar contra los hogares de otros. Lo comprendo, porque yo también tengo horrores que conjurar. Porque quizá mi «yo» adolescente también iría a la guerra para salvarse, para construir un hogar donde el miedo no le alcance. Él, tan distinto a mí, lleva grabadas en la sangre historias de desarraigo, de persecución, de supervivencia, como yo llevo todos los miedos de mis ancestros, las noches dormidas por mi padre en un banco en la calle, los ojos de mi madre desconsolados, las historias de hambre de mi abuela, la falta de un hogar donde cobijarse. Y, sin ser adolescente, fantaseo con el momento en el que pudiera decir “esta casa es mi casa” y conjurar el miedo a no tener un hogar seguro, como ese chico, pensando que jamás podrán expulsarme de una casa mía que lleva mi nombre.
Todos queremos salvarnos del horror, todos queremos escapar al dolor heredado. Hay personas valientes que saben que la búsqueda de la seguridad perfecta es una quimera que a veces solo genera otras inseguridades. Saben que la inscripción del nombre de uno en la casa es una garantía demasiado pequeña. Por eso hay jóvenes sin miedo que ahora mismo protestan en Israel contra la invasión de Gaza, como los objetores de conciencia de Shministim, los exsoldados de Breaking the Silence, B’Tselem, Jewish Voice for Peace… Por eso hay gente que no teme al futuro y se convierten en pequeños héroes cotidianos.
Pero no es tan fácil deshacerse del terror que viaja dentro, del terror de este chico judío, o de ese otro que ahora mismo contempla su casa destruida, sus padres y hermanos muertos, al que se le está llenando también el corazón de terror, allí en Gaza, o en cualquier otro lugar del mundo. Ese terror que enseña el sufrir.
Recuerdo de nuevo a esa persona judía que amo tanto. Ahora que creo que he encontrado la respuesta que le pedía, pienso que quizá soy más libre para entender los miedos de todos. Ojalá también los míos.
* María Gema Solanas Jiménez, aunque nacida en Madrid, vive en Guadalajara. Es psicóloga orientadora, profesora de español, y actriz ocasional. Desde 2010 trabaja en la Escuela de Adultos de Azuqueca de Henares. Se interesa en Educación, temas sociales, Ecología, Teatro, Literatura, lenguas…