Por Marta Perruca
La verdad es que debo reconocer que agradecí no tener que salvar un cordón policial. No es que me atreva a juzgar las capacidades de un político atendiendo al número de lecheras que tenga aparcadas a la puerta de los actos oficiales que preside o a las dimensiones del perímetro del mencionado cordón -no sería ni serio ni justo- pero en los últimos tiempos he terminado por detestar este tipo de parafernalias que han convertido a la política casi en un club VIP de privilegiados de clase pijo-hortera, ajenos a la realidad cotidiana del resto de mortales.