Una mujer de mundo orgullosa de ser una mujer de aldea. Así es la alcaldesa de Orea, que ayer presentó en la Biblioteca Pública Provincial de Guadalajara un libro de recetas tradicionales que le sirve para transmitir emociones, experiencias y el vínculo con el territorio que tanto defiende en su activismo contra el despoblamiento de las zonas rurales. Ni se considera escritora, ni pintora, ni escultora, pero es capaz de escribir, pintar y esculpir para transmitir lo que le preocupa, lo que la atormenta, lo que le hace feliz, lo que la indigna. El libro ha sido editado por el Ministerio de Agricultura y ayer fue presentado por Alimentos de Guadalajara. No es un libro de recetas. Es un libro que alimenta el alma, porque en cada guiso Marta Corella cuenta una historia, una historia que es la suya y la de todas las mujeres que en la zona de Molina, como en tantas zonas rurales de nuestro país, han tenido que luchar el doble para llegar la mitad de lejos que merecían.
Con las fronteras autonómicas abiertas de par en par, aunque les pese a algunos la crisis ceutí, y la evolución en la lucha contra la pandemia obteniendo datos esperanzadores que permiten plantearse, ya incluso, quitarse el bozal de cara al verano, nuestros pueblos, esos que de la noche al día se han convertido en refugio de los más hipocondríacos, retornan a la acostumbrada ‘normalidad’ como lugares de acogida del éxodo urbano de fin de semana.
De aquí a nada, los viernes serán de dolores. De caravanas en autovías y de hormiguillas a cuatro ruedas en carreteras secundarias, con adelantamientos impacientes por el simple hecho de llegar cuanto antes al destino, aunque luego la contemplación someta a un estrés parecido.
De aquí a nada, los botellines semivacíos ocuparán de nuevo las barras, entre rondas interminables de penúltima en penúltima porque la última nunca acaba cobrada. Y las mesas a cuatro ya dispuestas con tapete y amarracos, que por fin hay parejas suficientes para algo más que un ‘agarrao’. Entre aperitivos y tintos, las reuniones de amigos recuperan un espacio vital y fundamental para que la vida trascienda más allá del hogar y donde se debaten de manera fehaciente los devenires de la comunidad.
Villa de Hita, elegida como uno de los pueblos más bonitos de España.
De aquí a nada, las calles se teñirán de banderolas y talanqueras. Aunque aún el elevado temor llama a la cautela, las ansias de juerga crecen de manera exponencial a una vacunación que marcha viento en popa como si la hubiese organizado la propia comisión de fiestas. Las más tardías no cierran las puertas y acontecimientos multitudinarios a estas alturas de la faena, como demuestra la propia celebración atlética, desvelan que toros y orquestas tendrán su lugar junto con romerías, procesiones y otras aclamaciones.
De aquí a nada, nuestros pueblos sucumbirán como antaño a la época estival. Y mientras todas las administraciones arreglan cuentas de agosto con vacaciones, en la local el descanso se aplaza ante la llegada de veraneantes ansiosos por resolver asuntos particulares con esta administración en menos que canta un gallo, acostumbrados a un ritmo y unos medios administrativos que en el mundo rural siguen dejando mucho que desear. Controversias que ni la administración digital ha conseguido enderezar.
De aquí a nada, los chalets rebosarán vida y resolverá ese estado aparente de abandono mantenido a lo largo de la época pandémica. Los bandos municipales instando a la limpieza de solares tendrán la misma incidencia, si bien el riesgo de que alguno de estos hogares temporales acabe chamuscado ya no será tan evidente. Lo contenedores se volverán a llenar de maleza, y las basuras colapsarán nuevamente la recogida cuando el servicio que se presta requiera una mayor frecuencia.
De aquí a nada, volverá a ser noticia el asunto del agua. De la que se pierde o malgasta desde unos embalses que a duras penas recuperan su magia hasta la huerta de Europa que en armas se alza. De la que escasea por circunstancias que el cambio climático y la acción humana aclaran, compensada con la ayuda camiones cisternas mientras a escasa distancia las piscinas abiertas acumulan toallas.
De aquí a nada, en muchos pueblos lo habrá todo. Menos las gracias. De nada.
Comienzan a difuminarse los mantras pandémicos. “De esta saldremos mejores”, “a partir de ahora sabremos valorar lo que de verdad importa”, “comienza el nuevo éxodo de la ciudad a los pueblos”. Mentira. La pandemia ha sacado lo peor de cada una de nosotras. Lo que más echamos de menos son las compras, salir de marcha y los viajes de ocio. Y los pueblos siguen tan vacíos o más que antes.
Que haya pueblos de 50 habitantes a los que ha llegado a vivir una familia de 5 personas, incrementando el padrón un 10 por ciento, no significa que se invierta la tendencia urbanita que nos acompaña desde hace más de medio siglo. Y es absurdo identificar el incremento en la demanda de vivienda en los pueblos del extrarradio de Madrid con la solución a la despoblación al medio rural. Hay pueblos y pueblos. El Casar es un pueblo y Campillo de Ranas es un pueblo. Pero no tienen nada más en común. La despoblación afecta sólo al segundo.
El espejismo fue bonito mientras duró. Pensar que iniciábamos cambio de ciclo y nos disponíamos a volver a nuestros orígenes resultaba gratificante para quienes presumimos con “ser de pueblo”. Pero hasta en eso nos engañamos, porque la mayoría de los que nos creemos “de pueblo”, realmente somos “gente de barrio”. Crecimos en esos barrios que llenaba la gente llegada de los pueblos y es ese espíritu “de barrio” el que realmente ha marcado nuestras trayectorias vitales.
Somos domingueros y veraneantes “de pueblo”. Igual que los que se afanan en hacer la penúltima ley contra la despoblación desde las diferentes administraciones. Resulta irónico luchar contra la despoblación de los pequeños pueblos desde las grandes ciudades. Es como defender la sanidad pública con un seguro privado o hablar de la lucha contra el cambio climático con una bolsa de plástico en la mano y bebiendo con una pajita. Para defender algo hay que creérselo, hay que tener pasión por ello, hay que vivirlo.
Así que propongo que en el «Anteproyecto de Ley de Medidas Económicas, Sociales y Tributarias frente a la Despoblación y para el Desarrollo del Medio Rural en Castilla-La Mancha» se dé más voz a los territorios y, sobre todo, a sus gentes. Ellas y ellos saben lo que sus pueblos necesitan para no desaparecer del mapa y conocen la dureza que impone vivir en el medio rural una vida que actualmente está diseñada para ser vivida en las grandes ciudades.
Me gustaría reflexionar también en torno a los perfiles de nuevos pobladores del medio rural que se están registrando en estos tiempos. Puesto que considero desacertado pretender que los pueblos sean cómodas oficinas para freelancers de profesiones diversas. Es justo pedir wifi de alta velocidad para poder teletrabajar, pero estamos llevando lo más absurdo de la vida urbanita a los pueblos. Comprar por Amazon a diario, esperar a un repartidor que acaba de recorrer 60 kilómetros para entregarnos una funda de móvil que vale 3 euros y vino de China en barco, comprar embutido y vino online… Eso no es “vivir en un pueblo”. Eso no frena la despoblación, no reabre escuelas, ni impide que se reduzca el número de trenes que paran en nuestro municipio.
“Viendo las nubes y escuchando a Los Panchos, digo que quiero licenciarme en paisajes, ser inspector de nubes”, me dijo una vez el maestro de periodistas Manu Leguineche en una entrevista. Cuando una persona que ha recorrido el mundo viviendo en primera línea los principales acontecimientos informativos del siglo XX habla así de su vida en el pueblo, es que hay otra mirada para poder vivir acompañado por el canto del cuco o el aroma de la lluvia.
Como diría Rosendo, hay muchas “maneras de vivir”. Y todas ellas persiguen lo mismo, hacernos tan felices como seamos capaces de soñar. Desde el espíritu de la chica de barrio que presume con ser de pueblo, os invito a volver al pueblo sin Netflix, a disfrutar del mejor grupo de whatsapp, el que toma el fresco en la plaza en las noches agostinas. Delibes dijo que “si el cielo de Castilla es tan alto, es porque lo levantaron los campesinos de tanto mirarlo”. En el pueblo se mira el cielo más que en las ciudades. A ver si hay suerte y los que desde las grandes ciudades se afanan en salvar a los pequeños pueblos tienen la altura de miras que esto necesita.
Con más de un siglo a sus espaldas, cuando a Dámaso le propusieron vacunarse no lo dudó un instante. Pastor durante toda una vida y con el recuerdo de sus ovejas, fieles compañeras, siempre presentes en su memoria – que aún conserva con especial lucidez -, a pesar de los temores por la aparición de este temible virus nunca perdió la esperanza de alcanzar los ciento doce otoños propuestos medio en broma y muy en serio. En su municipio, – uno de esos donde los pocos que quedan están más cerca de su generación que del resto, donde el panadero acude con cada vez menos ganas en su furgoneta, donde las tiendas y los comercios brillan por su ausencia; donde el autobús ya no entra ni para cerca, donde el cartero acumula y deja para un día en concreto toda la correspondencia, y donde el consultorio médico sólo abre sus puertas de quincena en quincena, aunque los enfermos ronden la puerta -, las vacunas contra el Covid ni se las ve ni se las espera.
Ni las máquinas. Ni tan siquiera las máquinas sobreviven al proceso de la despoblación. Al cierre de oficinas que, – sobre todo tras la caída de las cajas de ahorro, se ha venido produciendo en los últimos años con el propósito de ganar rentabilidad a costa de marginar aquellos lugares exentos de proporcionar rentabilidad -, se ha unido la clausura de los cajeros automáticos, el último recurso para que la población rural pudiese realizar aquellas operaciones bancarias más habituales como la obtención de dinero en efectivo.
La Diputación de Guadalajara propone financiar la instalación de cajeros. / Foto: Cadena Ser.Sigue leyendo →
Las semanas se hacían interminables hasta la llegada del viernes. O jueves, o lunes. O cuando las festividades ofrecían descansos continuados más prolongados. En ese instante, una vez terminadas las clases, era cuestión de minutos elaborar el petate y salir a toda prisa en dirección al pueblo. Quedaban por delante varios días de experiencias únicas e irrepetibles que jamás obtendría en la gran capital. Era un auténtico viaje hacia la libertad, que se iniciaba en la madrileña Calle Alenza, perpendicular a la gran avenida de Raimundo Fernández Villaverde donde se alojaba el chamuscado y ya extinto edificio Windsor, entre otros rascacielos.
Así serán las noches de agosto en muchos pueblos. /Foto cedida por Orquesta Nexia
Por Míriam Pindado
Cecilio va camino del huerto como casi todas las mañanas. Por estas fechas la tierra ya hace gala de su suerte y los tomates y pimientos empiezan a coger el color que más tarde mezclará en los pistos de final de mes. Camina más despacio que hace años, con sus manos cruzadas a la espalda y la gorra con el logo de la empresa donde trabaja uno de sus sobrinos. Mira a un lado y a otro. Curiosea por las calles del pueblo en las que por fin se ve algo de movimiento. A lo lejos pita la furgoneta del panadero y algunas mujeres se asoman a la puerta para ver por dónde anda. El yerno de la Maxi va camino de la fuente para llenar varias botellas de agua y los nietos de Tía Pilar se acercan a la puerta de enfrente a llamar a sus amigos que seguramente ya han acabado de desayunar. Hay bicis en las entradas de las casas y coches aparcados por las estrechas calles del pueblo.
-“Esta gente aparca donde quiere y ya han cortado la calle…¡A ver ahora por dónde pasa el panadero!”, gruñe Cecilio con resignación. Pero él, aunque más cascarrabias que antes, está contento. El pueblo está vivo, la gente sigue viniendo como todos los meses de agosto y las fiestas están a la vuelta de la esquina.