
Botín recuperado en la «operación Ostensorio», la semana pasada. // Foto: Guardia Civil
Por Concha Balenzategui
Los robos en iglesias de la provincia han vuelto a ser noticia estos días, gracias a la detención de tres jóvenes a los que se atribuyen los cometidos en Quer, Miralrío, Loranca de Tajuña y Yunquera de Henares. Es la llamada “Operación Ostensorio”, que ha conseguido recuperar un botín de decenas de utensilios litúrgicos y ornamentales, además de esclarecer varios robos de vehículos.
Los saqueadores de templos han hecho el agosto en nuestra provincia desde hace años, aunque precisamente actuaban en los meses de invierno en ermitas apartadas o pueblos casi deshabitados. En este caso, las investigaciones estaban en marcha desde el mes de enero y no concluyeron hasta el día 17 de agosto, con el cerco a los sospechosos e incluso un intento de fuga por los tejados de Yunquera, al más puro estilo cinematográfico.
Mantener la vigilancia en alrededor de 300 iglesias con culto y medio millar de ermitas cerradas la mayor parte del año no es fácil en una provincia de nuestras dimensiones. En este caso, las víctimas han sido en su mayoría templos de lugares poblados, pero en muchas otras, los amigos de lo ajeno han aprovechado la ausencia de vecinos y vigilancia para campar como Pedro por su casa por “la casa de Dios”. Habitualmente son robos sin testigos, en que los ladrones pueden hacer todo el ruido necesario para descerrajar puertas y franquear ventanas que no siempre están en buenas condiciones. Con frecuencia, los vecinos o el párroco no se dan cuenta hasta días o semanas más tarde, cuando vuelven a abrir la iglesia.
La desprotección del patrimonio litúrgico ha dado lugar a las peculiares situaciones que todos conocemos en el mundo rural, donde las joyas de la Virgen o la talla del santo patrón se guardan en casa del párroco, si este vive en el pueblo, o incluso de algún vecino. Las ermitas se encuentran desnudas de imágenes y lienzos durante todo el año, y sólo el día de la fiesta patronal retornan las piezas a su sitio original. En muchos municipios y pedanías no es rara la figura, normalmente una señora, que custodia las llaves de la iglesia, y que se muestra recelosa cuando aparecen unos visitantes que se interesan por ver el templo. Algunas piezas de destacado valor se exhiben en el Museo Diocesano de Sigüenza, mientras una réplica ocupa su lugar original.
En la última noticia, me ha sorprendido el hecho de que los saqueos a lugares sagrados tenían el único objetivo de vender el botín por el valor de sus metales, fundamentalmente la plata con la que están hechos. Patenas, cálices y ostensorios como los que muestra la fotografía facilitada por la Guardia Civil, tenían como único destino la fundición en el negocio de la compra de metales, que es uno de los pocos que ha subido como la espuma merced a la crisis. Poco importaba que copones, vinajeras e hisopos estuvieran datados en los siglos XVII, XVIII y XIX. Se iban a vender al peso.
Hace unos cuantos años, el cura Fernando Serrano me relató que llegó a identificar en un anticuario las partes de un retablo, perfectamente embaladas y preparadas para viajar a Alemania y Japón, cuatro días después de la desaparición de la ermita de Riofrío del Llano, donde él actuaba como párroco. Estaba claro que los cacos actuaban por encargo, con grandes dosis de especialización y conocimiento de las piezas que manejaban, y con rapidez asombrosa. Una gran diferencia con estos detenidos, tres jóvenes rumanos, que igual expoliaban una iglesia que se llevaban un coche o asaltaban la Oficina de Correos de Humanes.
Atajar este tipo de robos se plantea como una lucha compleja, más allá de las costumbres relatadas de despojar de valor a los templos para mantener los objetos a mejor recaudo. Hay que entender que piezas que pueden ser capricho de un coleccionista no tienen siempre un valor material y muchas veces son de escaso peso artístico, como para adoptar costosas medidas de seguridad. Pero tienen un valor sentimental para los vecinos que los han reunido con sus donativos y mantenido con sus cuidados. Imágenes y objetos venerados a lo largo de generaciones, ante las que los fieles han rezado en momentos difíciles y han celebrado sus fiestas, son más suyas que de la Diócesis que oficialmente tiene la propiedad. Por eso debe estar en manos del pueblo al que pertenecen la decisión de su destino. Y también la responsabilidad. La protección del Patrimonio, cuando hablamos de obras de valor artístico o histórico, es un deber que supera las convicciones religiosas y compete a toda una sociedad y sus administraciones, independientemente de las creencias. No podemos dejarla en manos de un cura que atiende siete parroquias o de cuatro beatas bienintencionadas.