
Por Patricia Biosca
Lo he intentado todo. Juro que he probado a leer otras cosas, a escuchar Los 40, a ver Telecinco, a poner lavadoras… pero nada. Me rindo. Es imposible no escribir hoy sobre otro asunto que no sea el no desfile de peñas y las No Ferias de Guadalajara 2020. Facebook, Instagram y hasta los estados de WhatsApp recuerdan de forma constante el multitudinario encuentro que año tras año nos reconcilia con nuestros amigos de ferias -esos que solo lo son durante una semana al año-, las pelucas imposibles, el vino y la harina en las camisetas. El característico olor de las calles que después se traslada a las carpas. El chupinazo del que poca gente se entera incluso aunque lo tenga delante. Se viene turra. Es inevitable.
“¿Cuándo vas a bajar a la peña?” es el mensaje más repetido en todos los móviles. Los hay que lo cogen con ganas desde el vermú para llegar condenados a la noche, aún a sabiendas; quienes quedan a comer para empezar a copas en la sobremesa, momento de los temidos por unos, esperados por otros, bautizos de los novatos. Los que acuden a estos rituales saben que da igual que lleven dos horas o dos décadas vistiendo la camiseta: la mugre democratiza el momento. Tras el apogeo de harina y Don Simón, los pulcros suelen aparecer con sus recién compradas cantimploras (si no, habrá que improvisar con una botella de dos litros y un mechero) y sus trajes impolutos para acompañar a la comitiva con los primeros compases de la charanga. Vistazo rápido a los nuevos, a los viejos, a las promesas y a las vergüenzas, y camino del balcón del pregón.
En la plaza Mayor se reúne un festival de color: camisetas de todos los tonos se agrupan más o menos juntas, aunque siempre hay alguna nota discordante de blanco entre mucho negro, azul charlando con el rojo o un carrito con gente de verde en medio de una marabunta naranja. Aquí no hay opuestos y todos corean al mismo son canciones con una letra poco complicada, apenas dos sílabas, que ya habrá tiempo de descifrar a Bowie o de entender lo que quiere decir Lou Reed la semana que viene, con la depresión post-ferias.
Y, en ese justo momento, la llamada de la naturaleza acude como una catarata golpeando muchas vejigas. Que levante la mano quien no se ha perdido al menos un chupinazo por ir a buscar un excusado. Tras dar vueltas en las manzanas alrededor, encontrarte con gente que ves de año en año y conocer a nuevas personas que se volverán íntimos en cuestión de segundos y pañuelo de papel mediante, por fin se evacúa (no entraré en el debate de los portales. Pero sí, señores y señoras propietarios, llevan toda la razón) y de vuelta a la plaza en un periplo similar.Y aquí, llega el estupor: solo cuatro rezagados, seguramente del turno del vermú, se tambalean a duras penas para llegar al grueso del desfile.
A partir de aquí comienza un ritual muy divertido para los peñistas pero, en mi opinión, muy triste para ver desde la barrera. Ni siquiera los caramelos ni las pegatinas (y el tinte gratuito de pelo platino ofrecido por el aliento de algunos) logra reconciliar esta tradición con el grueso de espectadores infantiles que contempla con estupor, inocencia e inconsciencia el espectáculo gratuito que se desarrolla ante sus ojos. Vuelvo a reafirmar mi opinión: acierto rotundo al separar carrozas y peñistas.
Y en la calle Toledo, la comitiva se dispersa. La primera cena (y posiblemente el último acto del día) aguarda para ser consumido. Por delante, la semana grande de Ferias y Fiestas, con sus risas y sus ardores; sus verbenas y sus tarareos a gritos de camino a la plaza; sus gigantes y cabezudos y sus reuniones en San Roque.
Camisetas a media asta ondean en los balcones en septiembre de 2020. Las ferias que no fueron.