
221, el número que marca los autobuses de la línea regular Madrid-Guadalajara. // Foto: ABC
Por Patricia Biosca
Son las 7.50 horas de la mañana. Hay una cola de unas tres personas esperando delante de la ventanilla de Alsa en la estación de autobuses de Guadalajara, ese edificio que no ha cambiado en 30 años salvo porque cada vez más pantallas reemplazan a los taquilleros de carne y hueso. Los que esperan se encuentran ansiosos: quedan diez minutos para que salga el autobús y aún no tienen el billete que les llevará al atasco diario, al trabajo, a una entrevista, a la universidad, al médico… Las razones son diversas. Mientras, un hombre de unos treinta y muchos habla con la persona al otro lado del cristal, con un tono de rabia contenida que busca la educación, pero sin perder la firmeza. “¿Entonces me dices que no hay ninguna solución? Vale, pues dame una hoja de reclamaciones. Por favor”. El estrés de la cola se mezcla con la intriga acerca de la demanda de aquel que bloquea la meta de conseguir un billete, y aunque la mayoría suelen ser viajeros esporádicos (el abono transporte manda), las escenas de quejas ante la garita empiezan a ganar en hábito.
Una de las últimas situaciones que más ampollas han levantado entre los hastiados usuarios de la línea de autobuses entre Madrid y Guadalajara ha sido el incremento de las paradas. Desde el 20 de marzo, la compañía ha incluido una nueva recogida en la puerta de las oficinas de Indra, a la altura de San Fernando, lo que ha motivado una petición en Change.org que ya han firmado más de 2.800 personas. La misiva pide restablecer la ruta habitual, ya que el nuevo alto implica que el trayecto se demore “entre 15 y 25 minutos más”, se quejan los firmantes. Este aumento de tiempo es consecuencia de que el autobús no pueda salir directamente a la A2, lo que le lleva a dar una vuelta al polígono a lo Willy Fog que incluye “semáforos, rotondas y badenes”, además de la reducción de la velocidad del vehículo, hasta volver a incorporarse a la carretera de Zaragoza. Por su parte, la compañía encargada ha sentenciado a la Cadena Ser que “la situación se va a mantener”, por lo que parece más que probable que haya que adaptarse a la nueva realidad exasperante que afecta a los viajeros de uno y otro destino (porque no solo los guadalajareños utilizan este medio de transporte; también muchos madrileños que trabajan y estudian por nuestra simpática y olvidada ciudad).
Siempre he sido una firme defensora de la línea de autobuses regulares que unen Guadalajara y Madrid. La comodidad y la seguridad -en mi opinión, porque soy una romántica- que ofrecen los viejos autobuses verdes (incluso aunque te toque la rueda debajo del asiento, no puedas acceder a la ansiada ventanilla o que te tengas que sentar en el sillín incómodo del centro de la agrupación final, ahí donde nos pegábamos por sentarnos en nuestra juventud y que ahora detestamos) no te la dan los impersonales trenes de Cercanías, en los que ni siquiera ves la cara del conductor al que le ofreces tu vida. El olor a moqueta vieja, reposar las rodillas en el asiento delantero (o que te las clave el de detrás) y el silencio por la mañana y en la hora de la siesta (y las miradas de odio a aquellos que hablan muy alto) son recuerdos que se graban a fuego. No hablemos de las amistades que se fraguan en el trayecto, que se convierte en fugaz si tienes al compañero adecuado de asiento. Sorprenderte cuando llegas a tu destino en 40 minutos, desesperarte cuando el coche no se mueve durante horas, preocuparte cuando te hacen bajar en medio de la carretera por problemas técnicos (¿a quién no se le ha incendiado alguna vez su bus en plena marcha? Porque a mí me ha pasado un par de veces y las anécdotas me sirven de perlas en las cenas). El amor que se llega a sentir por esos trastos, al menos en mi caso, es casi tan infinito como los años de las telas que recubren los reposacabezas o las cortinas hechas un siete recogidas en sus ganchos.
A pesar de que nunca se sabe muy bien los horarios que sigue (cuando te encuentras un cuadrante en una página perdida de internet, desconoces si es reciente o se publicó allá por 1973), la extrema dependencia del tráfico o la incertidumbre a si serás de aquellos que se quedan en tierra con la puerta en las narices, la línea de autobús entre Madrid y Guadalajara gozaba de cierta estabilidad, de ser algo más ajena a los problemas que acusa el Cercanías, que a pesar del nombre se aleja a pasos agigantados de sus usuarios. La “Conti” (nombre que viene heredado por la anterior compañía gestora, Continental Auto, que fue vendida en 2007 a la firma ALSA) era una especie de cápsula del tiempo (añejo) que no variaba demasiado en fondo y forma, y que quien se aventuraba a probarla, nunca más volvía al “chacachá del tren”. Pero el olvido de Renfe parece una gripe que ha saltado de una especie locomotorizada a otra, y no solo los baños sienten la desidia de las administraciones y las empresas. El Doctor Who tenía su nave TARDIS para viajar entre épocas como los alcarreños poseían sus buses-rana, que surcaban orgullosos con su 221 la Nacional 2. Me temo que las generaciones venideras no tendrán la misma morriña que yo al recordar aquellos viajes en los que las horas volaban a ritmo de mis canciones favoritas y que historias como esta sonarán a “abuela cebolleta”. Una lástima.