La noche en la que nos colamos en el Alcázar Real

Alcázar Real visto desde el parque del Barranco del Alamín. // Foto: ABC

Alcázar Real visto desde el parque del Barranco del Alamín. // Foto: ABC

 

Por Patricia Biosca

Éramos unos adolescentes con ganas de hacer el gamberro. En aquella época nos aficionamos de manera peligrosa a la adrenalina que ofrecía colarnos en lugares prohibidos, y ahí, justo delante de nuestros ojos, había uno inexplorado. Desde fuera solo se veía un muro derruido de algo parecido a adobe, no muy llamativo ni sugerente. Pero nuestro cabecilla, que ya lo había visitado antes, nos aseguraba que dentro había mucho más. “¿Por qué no?”, pensamos el resto. Y nos deslizamos entre unas ruinas de algo que se notaba grandioso, pero que ahora lucía como una explanada con piedras. Ninguno sabíamos que pisábamos suelo de reyes y nobles. No reparamos en la pista que nos daba su nombre, que decíamos de carrerilla: Alcázar Real.

Los andalusíes, fundadores de nuestra querida Guadalajara (ya saben el dicho: “río de piedras” en árabe y sin pronunciar la j; “río de mierda” en versión actual al pronunciar la j sonora. Aquí les dejo un interesante debate al respecto), fueron quienes en el siglo IX construyeron el Alcázar que estábamos pisando aquella noche doce siglos después. Al contrario que ahora, que es una nada en el centro de una urbe de 83.000 almas, este edificio servía para dividir las dos partes de la ciudad: el centro propiamente dicho y el barrio de los artesanos, la Alcallería o Cacharrerías, una zona poco poblada. Altivo y grandioso en forma de cuadrilátero, el Alcázar Real de Guadalajara tenía el cometido de vigilar una de las entradas principales a la ciudad y el río Henares.

Sin tener ni idea de todo esto y cobijados por la noche, entramos en la estancia donde un día se alzaron majestuosas fuentes y arcos. Ahora solo hay una especie de explanada con malas hierbas aquí y allá. “Aquí hay poco que ver”, nos decimos. A lo mejor habríamos pensado distinto si hubiésemos sabido que fue escenario principal de la lucha entre los clanes bereberes Banu Salim y los muladíes Banu Qasi. Uno de los jefes de éste último, Musa ibn Musa, sitió Guadalajara y asaltó el Alcázar para hacerse con el control de la ciudad. Pero en esta batalla, quien fuera gobernador de las actuales Tudela, Huesca, Zaragoza y Lérida, caerá herido y morirá finalmente en Tudela. Cerca de allí. Hace varios siglos.

Tampoco tenemos ni idea de que fue utilizado durante la Reconquista como base militar por los andalusíes, hasta que finalmente nuestro idolatrado Álvar Fáñez la rescató para el bando cristiano en 1085. A partir de aquí, el Alcázar empieza a ser residencia habitual de reyes como Alfonso VI, Alfonso VIII, Fernando III, Sancho IV y Alfonso XI. Si éste último pudiera viajar por las eras como en la serie “El Ministerio del Tiempo” habría alucinado con que media docena de chavales rieran y blasfemaran sobre sus dominios, esos que reformó a estilo de los resplandecientes Alcázares Reales de Córdoba y Sevilla, para que Guadalajara no les tuviera envidia. ¡Ay si Alfonso levantara la cabeza!

Igual que nosotros aquella noche, pero con algo más de dinero en los bolsillos, los Trastámara (dinastía que consiguió reinar en la Corona de Castilla, la de Aragón, el Reino de Navarra y el de Nápoles) repapararon en la belleza del enclave: el rey Juan I lo elige como sede de las Cortes de Castilla en 1390; igual que la regente Catalina de Lancáster en 1408. No conocemos que encima de aquella tierra se celebraron fastuosos actos en 1436 en honor del enlace del que sería años después segundo marqués de Santillana y primer duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza y Figueroa, quien se desposó con María de Luna, que en 1448.

Cruzamos al lado que encara al Barranco del Alamín, sobre unos corredores derruidos. En realidad allí queda poco de todo el resplandor palaciego antes nombrado, pues a partir del siglo XVI las guerras desgastan sus muros, eliminando toda señal de opulencia y riquezas. El olvido no lleva pocos años. En realidad empieza a la vez que se construye el Palacio del Infantado, que se convierte en la nueva joya de la corona (y eso que ahora nos parece viejo). Los corredores que un día albergaron la Real Fábrica de Paños a finales del XVIII (y que supusieron el fin del palacio- nos dejan entrar, medio iluminados por la luz de la Luna -por aquel entonces los móviles no tenían cámara y a los pobres solo nos servían para “dar toques”-, alumbrando un suelo cubierto de maleza que crece sin control entre las grietas.

De repente, a alguien se le escapa un alarmante “¡Hostia, tú! Cuidado, que ahí hay un agujero”. Todos miramos y el enorme socavón que ha estado a punto de tragarse a nuestro amigo nos acecha con su negrura. Al fijarnos bien, la despreocupación de hace unos instantes se empaña: hay más zonas derruidas, más agujeros, algunos tapados por tablones mal puestos, otros por una especie de rejas. Muros caídos que seguramente sean los vestigios de las bombas de la Guerra Civil, que terminó de sentenciar a muerte el edificio que en su última etapa fue la Academia de Ingenieros Militares y el “cuartel de globos”, cuna de la aeronáutica española -y desde donde partieron muchísimos dirigibles que llenaron el cielo de antaño, en el que brillaba la misma Luna-. Gamberros, que no inconscientes (del todo), decidimos abandonarlo por nuestra seguridad, dando por finalizada nuestra aventura.

En lo sucesivo hicimos alguna incursión más e incluso llevamos once ofrendas sin saber que eran para los reyes del pasado. Es posible que allí continúen desde hace unos 15 años -si no lo cogieron otros “excursionistas” de nuestro tipo-, pues poco se ha hecho en la zona desde entonces. Tan poco que aunque Ciudadanos perjuró arreglaría aquella vergüenza en un solo mes, o múltiples han sido las iniciativas anunciadas aseverando que se iba a destinar una jugosa cuantía a su rehabilitación, la desidia ha impulsado hasta la lista roja de patrimonio de Hispania Nostra el Alcázar Real como bien en total abandono y ruina. Ya estaba en un estado lamentable hace 15 años, cuando la inconsciencia, mis amigos y yo paseamos por aquellos restos. Pero qué son tres lustros para un enclave que ha visto pasar siglos de historia ante sus ojos y conoce los siete pecados capitales del hombre.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.