
Imagen otoñal del Paseo Fernández Iparraguirre // Foto: O.C.
Por Óscar Cuevas
Hablar de «Las Cruces» es hablar de la historia de Guadalajara, de la esencia de la urbe, de un trazado que tiene algo de evocador para casi todos los que habitan la ciudad. Las Cruces -o más precisamente el Paseo del Doctor Fernández Iparraguirre- es un tótem sagrado plagado de recuerdos. Ahí se guardan secretos contados al caminar, diatribas en tertulias deambulantes de jubilados, paseos matrimoniales de tarde de domingo, declaraciones de amor musitadas, y gritos de niños que jugaron a saltar el viejo pavimento rojo y blanco, sin pisar la losa equivocada, cual gigante rayuela. Yo lo hice, ¿ustedes no?
El de Las Cruces es un paseo de idas y venidas adolescentes, de días de lluvia y paraguas, de bancos a la sombra de la acacia, de verano con helado y de tardes de toros. Todo eso es. Y por ello, no me extrañó nada la reacción vivida días atrás, cuando trascendió el informe técnico que había aprobado el Ayuntamiento y que planteaba modificar por completo la estructura de la calle, para eliminar el deambulatorio central.
Ya, ya sé que el proyecto «nació muerto», que no ha pasado de propuesta técnica, y que el Equipo de Gobierno del PP tardó poco en rectificarse y en rectificar a la empresa Doymo, que parió (habría que decir recuperó, porque ya se barajó en los años 2000 y 2003) la maldita idea. Ya sé que ha dicho Jaime Carnicero que no hay nada que temer, que el bulevar seguirá siendo lo que es. Y por tanto yo no quiero avivar una polémica que ha fenecido con la misma rotundidad que nació.
Pero aún así, sí me apetece fijarme en la razón que movió a miles de personas a clamar por las redes sociales, a que se iniciara una exitosa campaña de firmas, a que tanta gente suscribiera la protesta ante la amenaza.
Y esa razón, quiero pensar, no es otra que la defensa, no tanto de una calle, un trazado urbano o unos árboles -que también-, sino sobre todo la de un recuerdo, una seña de identidad, un orgullo de ciudad. No es poco en una Guadalajara que, como dice siempre mi amigo Raúl Conde, cada vez se quiere menos.
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